Friday, February 23, 2018

Bizancio


El imperio milenario
A diferencia de lo que sucedió en los territorios occidentales del Imperio romano, donde la dominación romana fue sustituida por los nuevos estados surgidos a raíz de las invasiones bárbaras, en el área oriental del Mediterráneo se mantuvo vivo un Imperio heredero de Roma, Bizancio, que pudo hacer frente a las acometidas de los diferentes pueblos que pretendieron su conquista. Bizancio perduró como estado durante más de un milenio (395-1453) y, aunque sufrió graves pérdidas territoriales, conservó gran parte del legado clásico, a la vez que mantuvo abierto el puente de las relaciones entre Asia y Europa.
• Las grandes etapas del Imperio bizantino
La historia del Imperio bizantino se caracteriza por la tensión entre los períodos de esplendor y las épocas de decadencia y división. A grandes rasgos se puede resumir su historia en las siguientes etapas:
·         Primera etapa (395-850): En ella se inscriben la primera edad de oro, que corresponde al reinado de Justiniano (527-565), que intentó reconstruir el Imperio romano, y la fase iconoclasta o de prohibición de imágenes (726-843).
·         Segunda etapa (850-1050): El Imperio bizantino consiguió superar la crisis de los siglos anteriores y vivió una segunda edad de oro con los emperadores macedónicos. Las relaciones comerciales se alejaron un tanto del Mediterráneo y se centraron en el mar Negro, en contacto permanente con Rusia.
·         Tercera etapa (1050-1453): En este período se formalizó la ruptura religiosa con la Iglesia católica de Roma (cisma de Oriente, 1054) y el Imperio se fue reduciendo en una progresiva e inexorable decadencia.
• Los orígenes políticos de Bizancio
El año 330, el emperador romano Constantino fundó la ciudad de Constantinopla (actual İstanbul, en Turquía) sobre el lugar que ocupaba la antigua población grecorromana de Bizancio, y la convirtió en la capital política y cultural del Imperio, relegando a Roma a un segundo plano. Constantinopla pudo mantener el control del comercio entre el Mediterráneo y el mar Negro y garantizar el abastecimiento y la comercialización del trigo de Siria y Egipto, a la vez que su ubicación geográfica la mantenía alejada de las zonas más expuestas a los invasores bárbaros y le permitía un mejor control sobre el área oriental, la más rica y poderosa del Imperio romano.
Vista interior de la basílica de Santa Sofía, Istanbul
La muerte del emperador Teodosio (395) supuso la división definitiva del Imperio romano en dos grandes circunscripciones administrativas: el Imperio de Occidente (pars occidentalis), regido desde Milán por su hijo Honorio, y el Imperio de Oriente (pars orientalis), con Constantinopla como capital y regido por Arcadio, también hijo de Teodosio. Los emperadores orientales pudieron eludir la amenaza de los bárbaros, encauzándola hacia el oeste, más pobre y débil, e interviniendo en la política interna de sus homónimos occidentales.
En 474, el emperador de Oriente, León I, imponía a Julio Nepote como emperador de Occidente, apoyado por tropas bárbaras al mando de los generales Odoacro y Orestes. Sin embargo, el impago de las soldadas provocó el amotinamiento de estas tropas, que elevaron a Rómulo Augústulo, hijo de Orestes, al trono de Ravena, capital occidental desde 402. Dos años después, y bajo la autoridad del emperador oriental, Odoacro derrocaba a Rómulo Augústulo y se proclamaba rey tras enviar las insignias imperiales a Constantinopla. Este hecho simbólico suponía el fin del principado fundado por Augusto el año 23 a.C. En las provincias romanas occidentales se había constituido una inestable amalgama de estados bárbaros y la autoridad imperial de Constantinopla era puramente simbólica.
La restauración imperial de Justiniano
El Imperio de Oriente, que había podido hacer frente a los numerosos peligros que amenazaban sus fronteras e imponer su autoridad a los recién constituidos reinos bárbaros de Occidente, alcanzó su momento de máximo esplendor político en época de Justiniano I (527-565). Tras su descalabro militar en Calínico (531) frente a los persas, Justiniano dirigió los esfuerzos de Bizancio en la restauración territorial mediterránea del antiguo Imperio romano.
Asegurada la frontera oriental (firma de la "paz perpetua" con Cosroes I), Justiniano emprendió las campañas militares contra los reinos bárbaros del occidente mediterráneo, dirigidas por sus generales Belisario y Narsés. En 533, los vándalos eran derrotados en la batalla de Tricamarum y su reino anexionado (norte de África, Baleares, Sicilia y Cerdeña), aunque los ataques de los moros norteafricanos limitarían este dominio a las ciudades del litoral (Cartago, Hipona). Poco después le llegó el turno al reino ostrogodo italiano, ocupado tras una larga y sangrienta guerra (535-553) que puso de manifiesto las dificultades de esta megalómana política. Finalmente, en 554, aprovechando los conflictos internos de la monarquía visigoda hispana, fue ocupada la franja costera meridional de Hispania, entre las desembocaduras de los ríos Guadalquivir y Júcar.
Las campañas militares de Justiniano I contra los reinos germanos occidentales llevaron a Bizancio a su máxima expansión territorial. Retrato de Justiniano en un detalle del mosaico de ca. 547 del ábside de la iglesia de San Vital de Ravena (Italia).
Sin embargo, esta actividad militar exigía un gran esfuerzo económico que sólo se mantenía mediante una dura presión fiscal, motivo de graves conflictos sociales como la rebelión de Nika (532), que a punto estuvo de acabar con la vida del emperador y que fue duramente reprimida por Belisario. Esta inestable situación social iba muchas veces acompañada de conflictos religiosos entre los seguidores de las diferentes doctrinas cristianas, en los que intervenía directamente el emperador. El más grave de ellos fue el que enfrentó a ortodoxos y monofisitas, que establecían en Cristo una sola Naturaleza y que habían sido condenados en el IV Concilio de Calcedonia (451).
Dentro del mismo programa imperial, Justiniano encargó a su consejero Triboniano la compilación de todas las leyes en un único código (Codex Iustinianeus) que eliminara las contradicciones de los anteriores y de una colección de sentencias (Digesto). Los trabajos de la comisión creada a tal efecto dieron como resultado el Corpus iuris civilis, que, completado con las Novellae (leyes nuevas), constituye la más importante fuente para el conocimiento del derecho romano.
Los Heraclios y la expansión del Islam
Bizancio no pudo hacer frente al gran esfuerzo que exigía el mantenimiento de este gran imperio territorial y el estado entró en crisis, atacado en todas sus fronteras. La mayoría de las conquistas justinianeas se perdieron durante los reinados de sus sucesores inmediatos. En 574, los lombardos se instalaban en Italia y los territorios bizantinos quedaban reducidos al exarcado de Ravena, Véneto, Liguria, Apulia y Calabria, sometidos a continuos ataques. La frontera del Danubio cedió ante la presión de ávaros y eslavos, que se establecieron en los Balcanes y llegaron en sus correrías hasta el Egeo. En Oriente, los persas de Cosroes II ocuparon Siria y parte de Egipto, penetrando hasta el centro de Asia Menor.
El Imperio bizantino en la época de Justiniano I.
Esta delicada situación fue superada gracias a las enérgicas medidas del gobernador (exarca) de África, Heraclio, que tomó el poder y se coronó basileus romaion (610-641), título oficial desde entonces del soberano bizantino. Para ello, militarizó la administración imperial, dividiendo el territorio en themas (provincias) gobernados por un estratega o jefe militar que asumía también el poder civil. En las zonas más expuestas instaló a soldados (estratiotas) a los que se les facilitaron tierras de cultivo; de esta manera no sólo defendían al Imperio sino a sus propias familias y bienes. Heraclio logró así restaurar el dominio bizantino sobre los Balcanes y derrotar a los persas en su capital (Ctesifonte, 628), poniendo fin al Imperio de Cosroes II.
Sin embargo, este enérgico emperador no pudo atajar el peligro que significaba la expansión del Imperio árabe islámico, que, aprovechando las guerras entre persas y bizantinos, se lanzó a la conquista de ambos imperios. Los árabes ocuparon Siria, Palestina, Egipto, la Mesopotamia bizantina y Armenia (634-642), infligiendo a los bizantinos derrotas tan severas como las de Yarmuk (636), en Siria, o Heliópolis (640), en Egipto. La misma ciudad de Constantinopla pudo resistir a duras penas las acometidas árabes (678), gracias al empleo del fuego griego. El año 691, los bizantinos tenían que evacuar Sicilia ante las acometidas árabes, que seis años más tarde ocupaban Cartago.
La ruptura con Occidente
El siglo y medio comprendido entre el ascenso de la dinastía isauria y el advenimiento de la macedonia (717-802) significó para Bizancio un largo y complejo período de conflictividad y cambios marcado por las luchas entre iconódulos e iconoclastas, en el interior, y por la presión de árabes y búlgaros, en el exterior. Al mismo tiempo, y a consecuencia del posicionamiento iconoclasta del patriarcado de Constantinopla y de la debilidad política bizantina, se produjo la ruptura entre las Iglesias occidental y oriental. El Imperio se replegó, y las influencias de los territorios orientales ganaron peso en detrimento de los occidentales. El griego se transformó en la lengua de la cultura y de la administración, profundizando así la ruptura con Occidente.
• El conflicto iconoclasta
La llegada al trono de Constantinopla, tras un golpe de estado, del estratega del thema de los Anatolios, León III el Sirio o el Isaurio (717-741), llevó al Imperio a una profunda reforma de sus estructuras. Siguiendo el modelo desarrollado en época de Heraclio I, reformó el ejército y logró atajar los ataques árabes contra la capital (717 y 718). En 740, los árabes eran derrotados en la batalla de Acroinón (Frigia) y se veían obligados a evacuar Asia Menor.
El carácter reformista quedó reflejado en la revisión del derecho justinianeo con la publicación de la Égloga (726), que incluía disposiciones del derecho canónico. Sin embargo, su reinado es recordado sobre todo por las disputas entre iconódulos, defensores del culto a las imágenes religiosas --a las que otorgaban poderes sobrenaturales--, e iconoclastas, acérrimos opositores a dicho culto, en el que veían reminiscencias de la idolatría pagana, y que propugnaban la destrucción de todas las representaciones figurativas de la divinidad, de la Virgen y de los santos. En 730, los obispos de Asia Menor, centro ideológico del movimiento, lograron que León III promulgara un edicto iconoclasta que derivó hacia posturas irreconciliables, traducidas en una grave situación política y en el distanciamiento entre los patriarcas de Roma y Constantinopla. Al mismo tiempo se declaraba la subordinación plena de la Iglesia oriental al poder del emperador, vicario de Dios en la Tierra.
Las posiciones se endurecieron aún más durante el reinado de Constantino V, que en ausencia de los legados del papa de Roma decretó la destrucción de las imágenes religiosas de las iglesias y su sustitución por representaciones del emperador (concilio de Hiereia, 754). La oposición de los monjes, máximos beneficiarios del culto a las imágenes, se resolvió con la persecución de los recalcitrantes y la confiscación de sus monasterios. Esta situación varió durante la regencia de la emperatriz Irene, que en el concilio de Nicea (787) retornaba a las tesis iconódulas y restablecía a los exiliados. Ante la oposición de su hijo, apoyado por una parte del ejército, Irene no dudó en ordenar que le cegaran y se hizo coronar "emperador" (797-802) para reinar en solitario.
Por su parte, el papa Esteban II, dada la incapacidad de Bizancio, que había perdido el exarcado de Ravena (751) ante la ofensiva lombarda, pidió ayuda al rey de los francos Pipino el Breve (754). La sustracción de la provincia de Iliria a la obediencia de Roma por parte del emperador León III y la dureza de las persecuciones contra los iconódulos agravaron la ruptura y, pese a las medidas de Irene, desde Roma no se aceptó la coronación de una mujer al frente del Imperio. En la Navidad del año 800, el papa León III coronaba al franco Carlomagno como emperador y rompía definitivamente sus vínculos políticos con Bizancio.
Bizancio constituyó un gran emporio comercial y un importante centro de producción de artículos de lujo, en buena medida gracias a la posesión de una moneda fuerte. Moneda de plata del s. XI de Basilio I (Colección Jean Vinchon, París, Francia).
El Imperio de León V (803-820), que había depuesto a Irene, significó el retorno a las tesis iconoclastas, en cuya defensa sobresalió el teólogo Juan el Gramático. Las medidas contra la iconodulia, que tenía a sus máximos defensores en Teodoro Estudita y en el patriarca Nicéforo de Constantinopla, se endurecieron, provocando un recrudecimiento del conflicto, que se cerró durante la regencia de la emperatriz Teodora, quien en 843 retornaba definitivamente a la Iglesia bizantina a la ortodoxia iconódula. Sin embargo, la fractura entre Roma y Constantinopla, que no había consentido la vuelta de Iliria a la obediencia del papa, era ya irreversible.
• El peligro búlgaro
La presencia de los búlgaros, de origen turcomongol, en la desembocadura del Danubio (ca. 670) representaba una amenaza para la estabilidad de esta zona, estratégica para los intereses comerciales de Bizancio. Los fracasos de Constantino IV (668-685) por ahuyentarlos provocaron la reacción de los búlgaros, que, ante la debilidad bizantina, se desplazaron hasta Mesia (actual Bulgaria) y penetraron en los Balcanes, donde fundaron un estado que aglutinaba en torno a la minoría búlgara a los eslavos meridionales, obligando al Imperio al pago de fuertes tributos a cambio de la paz. Los búlgaros se convirtieron entonces en aliados de Bizancio en su lucha contra los árabes. Sin embargo, el emperador Constantino V, que los veía como el principal enemigo exterior, emprendió contra ellos una serie de campañas militares (756-775) que tuvieron un resultado contrario a los intereses bizantinos. La reacción búlgara obligó al Imperio a negociar una paz onerosa, que se repitió durante el reinado de Irene (789).
En 811, el emperador Nicéforo I llevó a cabo una gran ofensiva que logró derrotar a los búlgaros y destruir su capital, Pliska; sin embargo, la contraofensiva del kan búlgaro Krum destruyó al ejército bizantino cuando éste regresaba victorioso, muriendo en la batalla el propio emperador. Las fuerzas del kan penetraron en el Imperio y pusieron sitio a Adrianópolis y Constantinopla. Sólo la muerte de Krum (813) evitó un desenlace fatal para los bizantinos, que debieron firmar una nueva paz. Ante su incapacidad militar, los emperadores bizantinos optaron por pactar la alianza de los búlgaro-eslavos y promover su conversión al cristianismo; en 864, el kan Boris I era bautizado con el nombre de Miguel I. Gracias a la pacificación del flanco occidental, el emperador Miguel III pudo hacer frente con éxito a la ofensiva lanzada por los árabes, que fueron derrotados en Mitilene (863) y obligados a abandonar Asia Menor.
La dinastía macedonia, el segundo apogeode Bizancio
Basilio I el Macedonio (867-886), que había llegado al poder tras asesinar a su mentor, Miguel III, llevó a cabo una política que, en algunos aspectos, recordaba a la de Justiniano I. Aunque fracasó en Sicilia ante los musulmanes, logró recuperar Apulia, Calabria y la isla de Chipre (874), y emprendió una gran labor jurídica, concretada en la publicación de la Epanagoge (879), como introducción al nuevo compendio del derecho romano (Basílicas), finalizado en época de su hijo León VI, y de un manual para jueces (Projeiros-nomos). Asimismo, elaboró una ideología imperial basada en la teoría de los dos poderes, según la cual el emperador y el patriarca de Constantinopla debían repartirse el poder temporal y el espiritual, aunque en estrecha colaboración.
Si bien la escultura bizantina no alcanzó el desarrollo de las otras artes, produjo algunas obras capitales. De ellas destacan las piezas esculpidas en marfil, como la cátedra del obispo Maximiano (ca. 550), muestra del minucioso trabajo de los tallistas bizantinos (Museo Arzobispal, Ravena, Italia).
Durante el Imperio de León VI (886-912) se publicaron 113 novellae, que suponían una profunda reforma de la organización de Bizancio y de la ideología imperial: el emperador se convertía en un autócrata, apoyado en una poderosa maquinaria burocrática, y asumía el poder espiritual (cesaropapismo). La teoría legitimista impuso la sucesión hereditaria (los herederos, o porfirogénetas, deberían nacer en la cámara de pórfido rojo del sacro palacio, Porphyra) y el ceremonial cortesano se hizo más complejo, como correspondía al soberano ungido por Dios. Todo el poder del Imperio quedó concentrado en el sacro palacio de Constantinopla, contiguo a la basílica de Santa Sofía. Sin embargo, la brillantez de la corte no se correspondía con la situación militar; Simeón I de Bulgaria invadió Macedonia y Tracia y, en 904, ocupó la ciudad de Tesalónica, que sólo pudo ser recuperada con la entrega a Simeón de Albania y de parte de las tierras de Macedonia. El reino búlgaro se convertía en un gran estado balcánico que constituía una peligrosa amenaza para Bizancio.
Esta situación cambió durante los gobiernos de dos generales de origen oriental, Nicéforo Focas (963-969) y Juan Tzimiscés (969-976), que llevaron a cabo afortunadas campañas contra búlgaros, rusos y musulmanes, logrando la recuperación de Cilicia, Chipre y algunos enclaves importantes de la costa de Siria (Antioquía). Por su parte, Basilio II (976-1025) logró la alianza de los rusos y emprendió una durísima lucha contra los búlgaros, a los que derrotó definitivamente a orillas del Struma (1014), por lo que recibió el sobrenombre de Bulgaróctonos (matador de búlgaros), incorporando su reino al Imperio.
A pesar de los éxitos militares, a la muerte de Basilio II, la dinastía declinó rápidamente y el Imperio se sumió en una nueva crisis. Los cargos administrativos y las rentas que generaban se patrimonializaron, dando origen a una nueva aristocracia terrateniente enriquecida mediante la compra a bajo precio de las tierras de multitud de campesinos empobrecidos, que quedaron sometidos a su patronazgo. Del seno de esta aristocracia surgiría la nueva dinastía de los Comnenos, que gobernó Bizancio entre 1081 y 1185. Esta debilidad fue aprovechada por nuevas potencias, que se lanzaron contra las fronteras bizantinas: los normandos conquistaron el sur de Italia; los pechenegos, procedentes de las llanuras del Turkestán, devastaron Tracia y los Balcanes, y los turcos selyuquíes o selyúcidas, desde Irán, avanzaron hacia Asia Menor, perdida casi en su totalidad tras la batalla de Mantzikert (1071).
Las Cruzadas y el Imperio latino de Oriente
La delicada situación en que se encontraba Bizancio, amenazada por turcos y normandos, llevó a Alejo I (1081-1118) a una doble política; por un lado, entregó el monopolio del comercio exterior bizantino a los mercaderes venecianos (1082) en un intento de frenar las tentativas normandas y, por otro, solicitó la ayuda de Roma, que se tradujo en la bula de cruzada lanzada por el papa Urbano II en el concilio de Clermont (1095), exhortando a los caballeros occidentales a luchar contra los turcos.
Cristo entronizado entre el emperador Constantino IX Monomaco y su esposa, la emperatriz Zoé, en un mosaico del s. XII de la tribuna sur de la basílica de Santa Sofía de Constantinopla (Turquía). Los intentos del emperador Constantino IX para hallar un acuerdo con el papa León IX fracasaron a causa de la intransigencia del patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario. En 1054 se producía la ruptura definitiva: el cisma de Oriente.
El ímpetu de los caballeros cristianos no sólo detuvo el avance de los turcos, sino que los obligó a mantenerse a la defensiva. Sin embargo, las relaciones entre cruzados y bizantinos se agriaron pronto. Pese a que la mayor parte de los cruzados habían jurado vasallaje a Alejo I, esto no libró a los bizantinos del saqueo de sus tierras y poblaciones, ya que muchos cruzados los consideraban como herejes a raíz de la ruptura definitiva entre los patriarcas de Roma y Constantinopla (cisma de Oriente, 1054), lo que les daba derechos sobre sus vidas y propiedades.
La sumisión de los emperadores, conocedores de su debilidad, a los cruzados y la abusiva política mercantil de las potencias occidentales (Venecia, Génova) no hicieron sino agravar el profundo malestar de la población bizantina. La situación se hizo insostenible tras la derrota bizantina en Miriocefalón (1176), que daba a los turcos el dominio de Asia Menor. Finalmente, un golpe palaciego derribó a los Comnenos, que fueron sustituidos por otra gran familia de la aristocracia latifundista, los Ángelos (1185-1204). Tampoco éstos pudieron cambiar el negro panorama político de un Bizancio sumido en el desorden; en 1204, los cruzados se apoderaban de Constantinopla, que fue sometida a un duro saqueo. El emperador fue expulsado y el noble Balduino de Flandes fue elevado al trono del recién constituido Imperio latino de Oriente, separado hasta 1260 del Imperio griego de Nicea, en Asia Menor, en manos de los bizantinos.
El largo ocaso del Imperio
La debilidad del Imperio latino, sumido en constantes intrigas internas, posibilitó que las fuerzas bizantinas de Nicea, dirigidas por el noble Miguel Paleólogo –que ese mismo año era coronado emperador, fundando la última dinastía imperial de Bizancio, la de los Paleólogos–, reconquistaran Constantinopla (1261). Pese a los esfuerzos de Miguel VIII (1261-1282), el Imperio se encontraba ya en un proceso de declive sin solución; presionado por serbios, búlgaros y turcos otomanos, Bizancio era ya el "hombre enfermo" de la política mediterránea.
Aislado políticamente y con un territorio reducido, Bizancio hubo de buscar la solución en la contratación de mercenarios extranjeros, que suponían una pesada carga para la hacienda imperial. Al mismo tiempo se produjo un cambio social que derivó hacia el feudalismo. La aristocracia terrateniente competía por el poder con el emperador, que ya no tenía el dominio de la administración, ahora descentralizada y en manos de los grandes latifundistas, que habían transformado en hereditarias las concesiones de tierras (pronoia) que comportaban el ejercicio de sus cargos y la defensa del territorio.
• La ofensiva otomana
A mediados del s. XIV, los turcos otomanos conquistaron los territorios bizantinos de Asia Menor, cruzaron el Bósforo (1354) y penetraron en Europa. Dejando a un lado Constantinopla, avanzaron hacia el norte y, tras derrotar a los serbios en la batalla de Kosovo (1389), se apoderaron del sur de los Balcanes, incorporados al Imperio otomano en su totalidad tras vencer a los húngaros en Nicópolis (1396). La derrota sufrida en Angora (1402) por el sultán otomano Bayazid a manos de los mongoles del kan Timur Lang y la larga guerra civil turca que le siguió sólo retrasaron la suerte de Bizancio. En 1416, una flota veneciana vencía a la turca en Gallípoli; sin embargo, la desunión entre las potencias europeas hizo inútil este esfuerzo y, cuando Mehmet I reunificó el Imperio otomano, el destino de Bizancio era sólo cuestión de tiempo.
Conquista otomana de Constantinopla (Turquía) en un fresco de 1537 conservado en un monasterio de Moldavia. A causa de su magnífica situación geográfica y de las riquezas que atesoraba, Constantinopla fue siempre una ciudad codiciada por las potencias de su entorno.
El sultán turco Mehmet II, decidido a conquistar lo poco que quedaba de un imperio reducido a la capital y su traspaís, reunió un gran ejército de 160.000 hombres y, pese a la debilidad de las defensas de Constantinopla, que apenas contaba con 7.000 guerreros, un tercio de ellos latinos de diferente procedencia -como los doscientos catalanes al mando de Pedro Julià-, organizó la más potente fuerza de artillería de la época, poniendo cerco a la ciudad. Constantinopla apenas pudo soportar la presión durante dos meses y el 29 de mayo de 1453 los turcos la sometieron a un feroz saqueo de tres días. Constantino XI, último de los emperadores de Bizancio, murió en la defensa de la ciudad y Mehmet II se proclamó su sucesor. La basílica de Santa Sofía se convirtió en la gran mezquita y el sacro palacio imperial pasó a ser la residencia del sultán otomano (serrallo). Constantinopla era ya la nueva capital del Imperio otomano, ahora con el nombre de Istanbul.
El arte bizantino
El período de la historia del arte conocido como arte bizantino abarca desde la fundación de Constantinopla (330) hasta su ocupación por los turcos (1453). Pero, desde el punto de vista puramente artístico, se acostumbra a señalar la fecha de su inicio a partir de la caída de Roma (476), ya que los ss. IV y V se suelen considerar como la fase final del arte paleocristiano. También es dicutible la fecha final, puesto que la influencia del arte bizantino continuó hasta fines del s. XVI en los Balcanes, en Rusia y en los países bálticos.
El ámbito geográfico del arte bizantino se extiende por una amplia zona que comprende Constantinopla, Italia (Venecia, Ravena, la isla de Sicilia...), de los Balcanes hasta Rusia y las regiones de Grecia y Asia Menor.
• Los referentes culturales
Las referencias culturales de una época y de un lugar son muy importantes para entender las formas y los significados de su arte. En Bizancio, estas referencias son el resultado de la síntesis de tres grandes corrientes: el cristianismo, las tradiciones orientales y el helenismo tardío.
El cristianismo
El cristianismo fue la tradición cultural más importante de Bizancio. El arte bizantino estuvo al servicio de la experiencia religiosa cristiana tal y como la vivieron los romanos de Oriente; casi la totalidad de su arte es de temática y función religiosa, y fue la Iglesia la que controló y centralizó la producción artística.
El cristianismo oriental, desde su origen, se distinguió del occidental por ser menos analítico y dual y más sintético e integrado. Los bizantinos sentían la religión de una forma absoluta, sin distinguir entre lo privado y lo público, entre la esfera política y la religiosa.
Además, la Iglesia bizantina era más colegiada, mientras que la occidental tendió a una jerarquía en cuyo vértice superior se hallaba el obispo de Roma. Desde el s. II, los cristianos tendieron a reconocer en el obispo de Roma un poder normativo sobre las otras comunidades por el hecho de que su primer obispo, nombrado sucesor por el mismo Jesucristo, fue san Pedro. Esta tendencia se incrementó a lo largo de la edad media, lo que provocó reticencias en las Iglesias orientales, que, por su tendencia colegial, se inclinaban más por reconocer en el papado sólo un primus inter pares (?el primero entre los iguales?). Asimismo, el concilio de Calcedonia (451) decretó que la Nueva Roma (Constantinopla) debía tener en Oriente la misma primacía que la antigua Roma en Occidente. Naturalmente, esta situación desembocó, de forma progresiva, en tensiones que se envenenaron con controversias teológicas. Al final, en 1054 se consumó el cisma de Oriente, por el que las comunidades orientales se sustrajeron de la obediencia de Roma. A partir de entonces, la Iglesia oriental se llamó ortodoxa.
Los principales centros del arte bizantino.
De las cuestiones que suscitaron desacuerdos entre Roma y Constantinopla una afectó particularmente al arte: el problema de si era o no lícita la representación de imágenes. A los primeros cristianos les parecía que tallar estatuas que reprodujeran la imagen de Dios o de los santos podía generar idolatría. La Iglesia occidental, en cambio, permitió la existencia de las imágenes. A finales del s. VI el papa Gregorio I (590-604) lo proclamó de manera oficial y afirmó que las pinturas en las iglesias eran la escritura para los analfabetos. Pero en Oriente fueron muchos los que opinaron lo contrario y, durante más de un siglo (726-843), se prohibió la realización de imágenes y se taparon o destruyeron las existentes. Es lo que se conoce como crisis iconoclasta. Con todo, a mediados del s. IX, la iconoclastia fue considerada herética.
La tradición cristiana explica no sólo el monopolio de edificios e imágenes religiosos, sino también el tratamiento de estas imágenes, las cuales tenían que remitir a una realidad espiritual, por lo que no podían imitar a la naturaleza, como en la Grecia clásica. El arte bizantino fue un arte religioso como el de Occidente en la misma época. Pero, a diferencia de éste, no fue didáctico sino teológico. No pretendió enseñar sino proclamar. Plasmó los misterios religiosos abstractos en imágenes simbólicas y estáticas y rechazó lo narrativo.
Las tradiciones orientales
A la dimensión integradora y sintética del cristianismo ortodoxo se debe añadir el gusto por el fasto, la ostentación y la exuberancia en las ceremonias y rituales, tanto por parte del poder político como del eclesiástico, propio del mundo oriental. Así, en la corte del emperador y en la liturgia de la Iglesia se desarrollaron complejos ceremoniales. El sentido integrador condujo a un proceso de identificación de la Iglesia y el estado, conocido con el nombre de cesaropapismo. El emperador de Bizancio, como soberano oriental, era concebido como una imagen o reflejo de la divinidad. De hecho, era la cabeza visible de la Iglesia, ya que Iglesia y estado se fundían en una sola realidad. Por esta razón, la corte bizantina, con una jerarquía minuciosamente articulada, reflejaba la jerarquía celestial. También las ceremonias palaciegas eran fijadas con un meticuloso protocolo que tenía su continuidad en el ritual litúrgico realizado en las iglesias.
La tradición oriental permite explicar también la presencia de las imágenes de los emperadores en las iglesias, así como el gusto del arte bizantino por el colorido y la intensa decoración, en particular en el interior de los edificios, y el relativo descuido de sus espacios exteriores. Otro rasgo destacable de la influencia oriental en el arte bizantino es su tendencia a la monumentalidad.
La influencia helenística
La presencia de lo helénico como componente de su tradición cultural se manifestó, sobre todo, en el tratamiento formal de las imágenes. Así, por ejemplo, en la Guía de los pintores del monte Athos se establece que, en la representación del cuerpo humano, éste debe medir nueve veces la cabeza y el torso tres cabezas; mientras que el rostro se divide en tres partes, tomando la nariz como módulo. También en los vestidos, en los rostros y en las actitudes, la Iglesia bizantina veló para que se mantuvieran de acuerdo con la tradición clásica. Cuando ya nadie en Occidente seguía estas indicaciones, los artistas bizantinos las mantuvieron vivas, aunque modificaron de raíz otros presupuestos de la tradición helénica.
• La arquitectura bizantina
A lo largo de sus mil años de existencia, la concepción del espacio de la arquitectura bizantina, así como sus rasgos principales, se mantuvieron prácticamente inalterables.
Aunque hubo arquitectura civil (en Constantinopla: el palacio sagrado, el hipódromo, etc.), los edificios bizantinos que han llegado hasta hoy son templos. Éstos manifiestan una concepción espacial, heredada de la basílica paleocristiana, consistente en una aceleración direccional del edificio desde la puerta hasta el punto más importante situado en el otro extremo: el altar. Éste está enmarcado por un ábside que, en general, está cubierto por una bóveda en forma de horno. Así pues, el espacio típico cristiano, con una ordenación lineal que nace en el atrio, sigue en el nártex, continúa en una o tres naves y muere en el ábside, donde se halla el altar, se mantiene invariable.
Ábside bizantino de la iglesia de San Apolinar in Classe (549), en Ravena (Italia). En el interior destaca la decoración de mosaicos que representan diferentes escenas de la vida de Cristo y de san Apolinar.
Sin embargo, a diferencia de las basílicas paleocristianas, el espacio bizantino, además, se dilata. Se entiende por dilatación la sensación de amplitud del espacio interior. Esta sensación se obtiene a través de una tipología constructiva abovedada que prácticamente quedó fijada para toda la arquitectura bizantina desde sus inicios: la planta central, generalmente de cruz griega (aunque a veces puede ser octogonal), cubierta con una cúpula semiesférica. La cúpula está sostenida mediante pechinas, una innovación técnica bizantina para sostener los empujes sobre los arcos torales. También los contrafuertes y otras cúpulas de descarga contribuyen a repartir las fuerzas de la cúpula o bóveda central. Cabe señalar la tendencia a los capiteles en forma troncopiramidal invertida y la existencia del cimacio, un cuerpo superior al capitel y de su misma forma, que contribuye a dar realce y elegancia al arco de medio punto con el que se suele rematar la parte sustentante del edificio.
Por último, hay que señalar la profusa decoración interior de las iglesias, con pinturas y mosaicos que, junto con el juego de luces y la dilatación del espacio, ayudan a potenciar el carácter sagrado e irreal de sus interiores.
La función y el símbolo del templo bizantino
El templo bizantino cumplía dos funciones. En primer lugar, se trataba de crear un espacio para reunir a los cristianos durante la celebración de sus rituales religiosos (en especial la misa). Pero, de acuerdo con la liturgia oriental hacía falta un elemento nuevo: la iconostasis, el cancel (o reja) que separa el presbiterio del pueblo y al cual acceden los sacerdotes oficiantes en algunos momentos del ritual. Sólo el emperador era admitido en este recinto durante la misa.
En segundo lugar, la arquitectura del templo cumplía importantes funciones simbólicas. Los edificios se orientaban hacia el este, lugar por donde sale el sol y en el que el pensamiento religioso sitúa el perdido paraíso terrenal. La luz solar es interpretada como una presencia intangible de la divinidad que se manifiesta cada día desde Oriente y que al final de la vida atraerá al hombre hacia sí, hacia el nuevo paraíso, el cielo prometido. El día es el símbolo de la vida y de la historia. Empieza con la salida del sol (sol salutis, sol de salvación) y acaba en su puesta (sol iustitiae, sol de justicia, momento de la muerte y de la valoración general de toda la vida por el juicio inapelable de Dios).
Además, el templo se concebía como un espacio sagrado, un lugar privilegiado que creaba en la Tierra una imagen del cielo. La cúpula central era el símbolo de la bóveda celeste, donde habitaban Dios y su hijo Jesucristo. Dios se había revelado a través de los cuatro evangelistas que solían representarse en cada una de las pechinas. En los oficios religiosos, el emperador se sentaba justo en el espacio central, debajo de la cúpula, para evidenciar su carácter de representante de Dios en la Tierra.
Los principales monumentos
En la primera etapa histórica (395-850), el arte bizantino vivió su primera edad de oro, que se corresponde con el reinado del emperador Justiniano (527-565), en el cual el Imperio consiguió su máxima expansión. Constantinopla –la ciudad más importante del Mediterráneo a lo largo de la edad media– y la ciudad italiana de Ravena albergaban los monumentos arquitectónicos más importantes.
En Constantinopla, en un principio, se construyeron templos de planta basilical semejantes a los del precedente período paleocristiano. El nuevo tipo de planta central con una sola cúpula semiesférica se encuentra en la iglesia de San Sergio y San Baco (base geométrica octogonal), de Santa Irene (base geométrica rectangular) y, por encima de cualquier otra, en la basílica de Santa Sofía. Todas ellas se construyeron en el s. VI.
Santa Sofía ha sido uno de los monumentos que más ha influido en la historia de la arquitectura religiosa. Diseñada por Antemio de Tralles e Isidoro de Mileto siguiendo las indicaciones del emperador Justiniano, se construyó en poco menos de cinco años, lo que demuestra el poder económico de la corte bizantina de la época. Dedicada a la "Divina Sabiduría", constituyó la imagen del poder imperial. Santa Sofía mantiene la tradición basilical: hay que atravesar un atrio y el doble nártex para llegar a la nave central que conduce al altar. Pero este impulso horizontal es contrarrestado por un impulso vertical central en la cúpula (31 m de diámetro y 56 m de altura), sostenida por cuatro grandes pilares. Ala planta basilical se sobrepone una planta central de cruz griega. La distribución en la basílica era muy precisa: en la parte central se situaba el emperador; el pueblo en las naves; en el presbiterio, los sacerdotes y los obispos junto con los celebrantes. A un lado del presbiterio estaba el diacónicon (lugar donde se revestía el oficiante) y al otro la prótesis, donde se guardaban las especies eucarísticas.
El espacio interior, profusamente decorado con mármoles, pinturas y mosaicos sobre fondo dorado, contribuía –junto con el efecto lumínico de una cúpula que parece suspendida en el aire a causa del círculo de ventanas de la base- a crear una sensación de ingravidez anímica. Se tenía, pues, la impresión de estar en un lugar espiritual celeste y distinto del espacio cotidiano exterior. De hecho, la diferencia entre el interior y el exterior es sorprendente: la riqueza ornamental y la dilatación del interior contrasta con la pesadez, la tosca disposición de los tejados y la monotonía cromática del exterior.
En Ravena se construyeron durante la época justinianea dos notables iglesias. La primera, San Apolinar in Classe, es de planta basilical, mientras que la segunda, San Vital, siguió ya el nuevo modelo bizantino de planta central enmarcada en un octógono que circunscribe un círculo sobre el cual se dispone una cúpula semiesférica. Esta última es particularmente importante por los mosaicos del presbiterio, que representan a Justiniano y a Teodora con sus respectivos séquitos.
En la segunda etapa (850-1050), aunque las tradiciones básicas se mantuvieron inalterables, el alejamiento del influjo occidental fue decisivo. En este período se extendió la estructura de la iglesia en cruz griega inscrita en un cuadrado con cúpula de media esfera. La esfera, a diferencia de la etapa anterior, ya no descansaba sobre pechinas, sino sobre un tambor cilíndrico. De esta manera, desde el exterior, el aspecto resultaba más esbelto y agradable. Con este sistema constructivo, las esferas centrales no podían ser de grandes dimensiones, al estilo de Santa Sofía. Ejemplos de este período son las iglesias de San Salvador de Cora y Santa María de Pammakaristos, en Constantinopla.
Catedral de Santa Sofía (s. XI), en Kíev (Ucrania), con planta de cruz griega coronada por varias cúpulas. La influencia de la estética bizantina se extendió a lo largo de todos los territorios de confesión ortodoxa. Las edificaciones religiosas eslavas construidas a partir del s. XI obedecieron a los cánones arquitectónicos surgidos de Bizancio.
En la tercera etapa (1050-1453), el esplendor del arte bizantino alcanzó Grecia, los Balcanes, Bulgaria, Ucrania y Rusia, en estas dos últimas, con las catedrales de Santa Sofía, en Kíev, y San Basilio, en Moscú. Quizá sea en Italia donde se den las muestras más espectaculares: Venecia, con la catedral de San Marcos, y Sicilia, con los mosaicos de las catedrales de Monreale y Cefalú.
Desde el punto de vista arquitectónico, San Marcos tiene un notorio interés. En este caso, siguiendo el modelo de la desaparecida iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla, la planta central de cruz griega está coronada por cinco esbeltas cúpulas, una para cada tramo de la estructura. Este modelo es el que se desarrolló a partir del s. XII y tuvo una notable influencia en Rusia.
• El arte de la imagen
La imagen bizantina se expresó a través de la pintura y el mosaico. La primera se realizó tanto en pinturas al fresco como, sobre todo, en iconos (pintura sobre tabla). El segundo se convirtió en el arte figurativo por excelencia debido al gusto por la suntuosidad. A diferencia del arte romano, que colocaba los mosaicos en los pavimentos, los bizantinos revistieron los muros y los techos de los templos. Los dos géneros estuvieron siempre en función de la arquitectura, cuyo simbolismo acentuaban. La escultura, en cambio, no tuvo tanta relevancia y son pocas las obras de interés que se conservan.
La temática y las formas
Las pinturas y los mosaicos bizantinos se caracterizaron por representar figuras humanas de frente, hieráticas y rígidas. Estas figuras no estaban concebidas en un marco natural. Además, el espacio y el volumen de los cuerpos quedaban completamente anulados tras los ropajes. A pesar de la espiritualización de las figuras, éstas mantuvieron cierta tradición clásica. Los cuerpos tienen un canon o una medida fija de tradición helénica y las caras --especialmente en el Pantocrátor-- se inscriben en tres círculos concéntricos: el primero circunscribe el rostro, el segundo los cabellos, incluida la barba, y el tercero el aura o aureola. Al ser una imagen exclusivamente religiosa, los temas se limitaron a Cristo, la Virgen, la vida de los santos y algunos temas bíblicos o teológicos.
Los significados
Los elementos formales fueron el medio a través del cual el artista bizantino, de acuerdo al dictado de la Iglesia, intentaba prescindir de la realidad física para expresar lo trascendente. Los cuerpos no son tomados de un modelo real; de hecho, son la plasmación intelectual de verdades teológicas. En general se huyó de todo didactismo y, por ello, no se narraban escenas, sino se creaban imágenes para manifestar los significados profundos de las verdades teológicas. Ni iconos ni mosaicos representaban peculiaridades fisonómicas –a no ser que fueran las del emperador, la emperatriz o altos funcionarios– sino los prototipos de la santidad. Se trataba de expresar en realidades inmóviles la invariabilidad eterna de las verdades teológicas. Por esta razón al artista bizantino no le importaban las desproporciones entre personajes si con ello se expresaba la mayor importancia de unos respecto de otros. Las actitudes eran estilizadas y antinaturales. Los escasos objetos o elementos naturales, cuando aparecían, no se relacionaban con la cotidianeidad, sino con la necesidad de significación, y por ello eran reducidos a formas geométricas y estereotipadas. Incluso las proporciones podían tener un significado. Así, por ejemplo, los tres círculos concéntricos en el diseño del Pantocrátor expresan el misterio de la Trinidad según el cual Dios es una sola divinidad y al mismo tiempo tres entes distintos (Padre, Hijo y Espíritu Santo).
El programa iconográfico
El artista bizantino debía ceñirse a determinados temas, en especial en lo referente al contenido simbólico del interior de las iglesias. Así, en el interior del templo se seguía un esquema que reproducía una especie de microcosmos o pequeño mundo divino. Para ello era necesario respetar una distribución determinada de temas:
·         — En la cúpula central se situaba el Pantocrátor (el Todopoderoso).
·         — En el ábside, la Virgen sentada en un trono –Virgen en majestad– con el niño en brazos. Aquí también podía aparecer el Pantocrátor.
·         — Dios, al que nadie ha visto nunca (cúpula), se da a conocer a través de Jesús, y se sabe de su existencia y de sus predicaciones por los cuatro evangelistas. Éstos, según se interpretó a partir de un texto del libro del Apocalipsis (4, 7), se colocaban en las pechinas de la cúpula central: san Mateo, representado con forma de hombre; san Marcos, como un león; san Lucas, como un toro, y san Juan, como un águila. Este conjunto forma el tema del tetramorfos.
·         — En los muros laterales se representaban temas evangélicos o de la vida de los santos.
Asimismo, se fijaron de forma definitiva las tipologías iconográficas. Cristo, sentado, bendiciendo con la mano derecha y con el libro de la vida en la mano izquierda, se representó en edad madura con la barba partida, peinado con la raya en el centro y mechones en la frente. La figura de la Virgen María dependía del mensaje que se quería ofrecer: como trono de Dios, con el niño Jesús sobre sus rodillas, sin mediar entre ellos ninguna comunicación; señalando al niño Jesús, como camino de salvación; como dulce madre que acaricia al niño Jesús o juega con él; como madre que amamanta a su hijo, y como Madre de Dios (Theotókos), ofreciendo al Niño Jesús una fruta o una flor.
Las imágenes de santos y escenas bíblicas o simbólicas, se fijaron los siguientes temas teológicos:
·         La Deesis: La plegaria perfecta, simbolizada por la reunión de Cristo, María y san Juan Bautista.
·         La Anástasis: El descenso de Cristo a los infiernos después de la muerte y antes de la resurrección para rescatar a Adán, a Eva y a los patriarcas bíblicos.
·         La Hetimasia: Trono vacío como símbolo de la futura llegada de Cristo al final de los tiempos.
Las principales obras
Durante la primera etapa (350-850), las mejores obras conservadas son las pinturas del monasterio de Santa Catalina, en el Sinaí, los mosaicos de San Apolinar in Classe y, en especial, los de San Vital de Ravena, donde se hallan las representaciones del emperador Justiniano y de su esposa, la emperatriz Teodora. El emperador se distingue, como eje simétrico en el centro de la composición, con una aureola que simboliza su santidad. A su derecha se encuentran los nobles y a la izquierda el estamento eclesiástico, las bases de su poder. Los cuerpos de los dignatarios, identificables por su fisonomía, han perdido el volumen corpóreo y parecen suspendidos en el aire en una posición frontal y rígida que pretende crear en el espectador sensación de respeto. A la izquierda del espectador, el grupo de soldados simboliza la fuerza del emperador. Mención especial merecen las pinturas miniadas como las del Génesis de Viena (s. V), el Evangelio de Rábula (s. VI) y, especialmente, el Salterio de París (s. X).
La emperatriz Teodora en un detalle del mosaico de ca. 547 del ábside de la iglesia de San Vital de Ravena (Italia). Teodora, esposa de Justiniano I, se convirtió en la principal consejera del emperador y en pieza básica para entender la política de su reinado, cuando Bizancio alcanzó su máximo esplendor cultural y político.
La segunda etapa (850-1050) destaca por el esplendor de la producción de iconos, particularmente importante en Rusia.
En la tercera etapa (1050-1453) sobresalen el conjunto de pinturas murales del monasterio del monte Athos, en Grecia, así como los iconos de la escuela de Creta, donde proliferaron pintores famosos como Michel Damaskinos. Son muy interesantes los conjuntos de San Marcos de Venecia y los de las iglesias sicilianas de Cefalú, Palermo y Monreale, así como los de los monasterios griegos de Daphni, Quíos y Hosias Lukas.
La pintura y el mosaico bizantinos tuvieron una gran influencia en las imágenes del románico y del primer gótico del arte occidental.
El legado de Bizancio
Bizancio no fue la Roma del Oriente mediterráneo, como había pretendido Constantino, ya que a lo largo de su dilatada historia política creó una realidad cultural propia, mezcla de elementos latinos, griegos y orientales, que influiría enormemente en el mundo eslavo.
Desde su privilegiada posición geográfica, en la encrucijada entre Asia y el Mediterráneo, las ciudades bizantinas, en especial Constantinopla, constituyeron grandes emporios comerciales. Desde ellas se exportaban joyas, esmaltes, marfiles, tapices o esclavos de origen eslavo, y se importaban seda, azúcar o algodón en bruto. La producción de artículos de lujo estaba estrechamente regulada por los funcionarios imperiales, ya que reportaban grandes beneficios, en forma de impuestos, a las arcas del estado; los profesionales (artesanos, mercaderes, notarios, cambistas), además, se agrupaban en rígidas corporaciones gremiales, continuadoras de los antiguos collegia romanos.
Los puertos bizantinos unían las rutas por las que, a través de Asia Menor y del interior de Ucrania y Rusia, por el mar Negro, llegaban la seda y las especias de Extremo Oriente o el ámbar y las pieles del Báltico, comercializados en todo el Mediterráneo y en la Europa central a través de las rutas balcánicas. Sin embargo, la expansión árabe y la aparición de las potencias marítimas italianas (Venecia, Génova, Amalfi) significarían un duro revés para el comercio bizantino. El solidus aureus, la moneda de oro bizantina, era la moneda por excelencia del comercio mediterráneo; su modelo sería imitado por los escasos estados que fueron capaces de mantener un sistema monetario basado en la moneda de oro (Imperio árabe, califato de Córdoba).
Al mismo tiempo, Bizancio sobresalió por la abundancia y el refinamiento de su producción artística, mezcla de elementos clásicos y orientales, muchos de los cuales pasarían luego al arte de la Europa occidental (románico, quattrocento italiano) y eslava (catedral de Nóvgorod). El esplendor de su corte quedaba perfectamente reflejado en la suntuosidad del sacro palacio (Crisotriclinium o Sala Dorada) y en la imponente iglesia de Santa Sofía de Constantinopla (537), que hizo exclamar a Justiniano "Salomón, te he vencido" tras ver la majestuosidad de la obra que había patrocinado. Pero también en la multitud de iglesias y monasterios que se extendían por todo el Imperio, desde Armenia (monasterio de Geghard) hasta Italia (San Vital de Ravena) pasando por Grecia (monasterio de Gran Laura, entre los numerosos monasterios del monte Athos, donde llegó a haber más de trescientos), profusamente decorados con oro y ricos mosaicos.

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