Sunday, February 25, 2018

El despotismo ilustrado


Déspotas e ilustrados. Los monarcas de la segunda mitad del s. XVIII
La expresión despotismo ilustrado alude a un modelo de gobierno, inspirado por los filósofos de la Ilustración, que pretendía reformar la economía y las estructuras administrativas de las monarquías absolutas europeas del s. XVIII. El bien común y la felicidad del reino eran los objetivos de unos reformistas que, sin embargo, desconfiaban de la capacidad de los pueblos sobre los que ejercían su gobierno. A tal fin, era necesario afirmar un poder monárquico que legitimase e impusiese las nuevas leyes que, creadas según los principios de la razón, llevarían la felicidad a sus estados.
En realidad, el despotismo ilustrado representó la última fase del absolutismo; los monarcas europeos se rodearon de ilustrados para hacer realidad sus intereses: culminar el proceso, iniciado en el siglo anterior, por el que el rey reunía en su persona todo el poder y acabar con los privilegios feudales que lo limitaban. Este modelo de gobierno se caracterizó por la búsqueda de fórmulas que reformasen la administración, la economía, la cultura y la moral; sin embargo, se pretendió evitar los cambios políticos y sociales considerados peligrosos para el mantenimiento de las monarquías absolutas. Como práctica de gobierno apareció hacia mediados del s. XVIII, momento que marcó un giro en la política europea. En pocos años llegó al trono una nueva generación de monarcas, que se rodeó de activos consejeros fuertemente influidos por la Ilustración. Las nuevas ideas desarrolladas en este denominado Siglo de las Luces les habían hecho tomar conciencia de los problemas sociales, económicos y políticos que afectaban a sus reinos, a la vez que, con un renovado espíritu de acción, se imponían la necesidad de actuar sobre ellos.
Europa en la época del despotismo ilustrado. La concepción absolutista de los poderes reales no era incompatible con la idea del bien común. El despotismo ilustrado se basaba en la aplicación selectiva de los principios de la razón ilustrada por parte de las monarquías del Antiguo Régimen para mantener su absolutismo.
Para ello, en un intento de atraerse a los sectores ciudadanos, los reyes ilustrados protegieron los intereses de una clase burguesa que reclamaba su acceso al poder político, como pondrían de manifiesto los posteriores acontecimientos revolucionarios en Francia. En este sentido era también necesario que la autoridad real llegase a todos los territorios bajo su soberanía; los esfuerzos realizados durante estos años por los monarcas pusieron los cimientos del estado moderno que aparecería en el s. XIX.
Algunos de estos reyes tuvieron una talla intelectual destacable y mantuvieron relaciones cordiales con algunos de los más importantes pensadores de su tiempo, a los que procuraron atraer hacia sus cortes. La protección de artistas y científicos se incluía entre los deberes reales, en un intento por rodearse de los atributos necesarios para alcanzar el ideal del Rey Filósofo, sobrenombre que ha quedado ligado a Federico II de Prusia. Ejemplos de esta forma de gobierno fueron también María Teresa de Austria y su hijo José II, Carlos III de España, Catalina II de Rusia, o el marqués de Pombal, que impuso el absolutismo siendo ministro de José I de Portugal.
La Prusia de Federico el Grande
Federico II de Prusia (1740-1786) es un buen ejemplo de monarca ilustrado; en su labor política y en sus intereses intelectuales quedan resumidos los logros y las intenciones de las monarquías en el Siglo de las Luces. Fue tal su importancia e influencia que un coetáneo suyo, el filósofo alemán Immanuel Kant, llegó a afirmar que "nuestra época es el tiempo de la Ilustración o el siglo de Federico". El rey prusiano firmó algunos de sus escritos con el seudónimo de Le Philosophe (El Filósofo) y mantuvo durante años una estrecha relación intelectual con el francés François Marie Arouet, Voltaire (1694-1778), uno de los grandes pensadores de la Ilustración y un crítico ácido de la sociedad del Antiguo Régimen. Para instalar su corte, Federico II se hizo construir, en los alrededores de Berlín, el palacio de Sans-Souci, que fue al mismo tiempo un centro de reunión de artistas y filósofos; no bastaba con ejercer el poder absoluto, sino que éste debía ser mostrado con ostentación. Su reinado estuvo presidido por la idea de servicio a sus súbditos, como proclamó en su obra Antimachiavel, en la que indicaba que el rey "no es el jefe absoluto, sino sólo el primer servidor del estado".
Federico II de Prusia
Federico II continuó la labor, iniciada por su padre Federico Guillermo I, de concentración y centralización de todo el poder en el monarca, con un énfasis especial en la constitución de una fuerza militar disuasoria que permitiese una agresiva política exterior. Para ello se rodeó de un nutrido y fiel aparato burocrático, formada por una nueva aristocracia profesionalizada con miembros de lo que él denominó la "buena burguesía", y de un poderoso y moderno ejército profesional, al que destinó entre el 70 y el 80 % del total del presupuesto, para lo que se llevó a cabo una férrea política fiscal.
Este rey, que entendía la religión como un instrumento más para afirmar su autoridad, no dudó en utilizar las ventajas ideológicas que aquélla brindaba. Pese a su talante ilustrado, Federico II limitaba las discusiones sobre religión a los "espíritus selectos", a la clase dirigente; el pueblo debía permanecer sumiso, y para ello eran esenciales las formas religiosas más populares, ya fuesen católicas o protestantes. Sin embargo, al igual que el resto de soberanos ilustrados, persiguió y expulsó a los jesuitas; los motivos de esa actitud hay que buscarlos en el poder económico e ideológico que éstos habían alcanzado y en el rechazo que mostraron a las políticas regalistas; al mismo tiempo, el control que ejercían sobre buena parte de los centros de enseñanza entraba en colisión con las nuevas ideas educativas de los ilustrados.
En el ámbito económico potenció el desarrollo de las manufacturas y estimuló la producción agrícola y el comercio ordenando la desecación de las orillas pantanosas de los ríos Oder, Warthe y Netze, y la mejora de las comunicaciones, con la construcción de puentes, carreteras y canales. Por otro lado impulsó la vida cultural de Prusia. Impuso la enseñanza obligatoria para todos los niños de entre cinco y trece años y fundó institutos para formar a los futuros oficiales y funcionarios. Cabe destacar, asimismo, el apoyo que dio a la investigación científica; la Academia de Ciencias de Berlín, de la que había nombrado presidente al ilustrado francés Pierre Louis Moreau de Maupertuis, fue una de las instituciones científicas más importantes de Europa.
Los emperadores ilustrados
María Teresa de Austria (1740-1780), a la que su padre el emperador Carlos VI había designado heredera (Pragmática Sanción, 1713), se vio obligada a defender sus derechos al trono imperial en la guerra de Sucesión austríaca (1740-1748), un tipo de conflicto ligado a las políticas dinásticas de las casas reales europeas y a sus pactos para asegurar las herencias.
En 1740 fallecía el emperador Carlos VI de Austria y su hija María Teresa le sucedió. Ese mismo año empezó la guerra de Sucesión austriaca, conflicto dinástico en el que varios pretendientes se disputaban el patrimonio territorial de los Habsburgo. Pintura de la época que representa a la emperatriz María Teresa de Austria entregando una condecoración.
Una vez consolidada en el trono imperial, María Teresa aplicó una política reformista que rebajó los privilegios nobiliarios y eclesiásticos; relajó la presión fiscal que asfixiaba al campesinado y centralizó la administración de sus estados. En 1761 ordenó la institución de un Consejo de Estado que asumió las tareas de gobierno, al tiempo que se realizaba un minucioso catastro en sus dominios con el objetivo de racionalizar los impuestos sobre los bienes inmuebles. Su política eclesiástica estuvo presidida por la imposición de cargas fiscales a los bienes de la Iglesia, incluyendo la confiscación de propiedades monásticas, y por la expulsión de los jesuitas de los territorios imperiales. Estas medidas estaban enmarcadas en una profunda reforma que la emperatriz y sus consejeros, encabezados por el conde Kaunitz-Rietberg, estimaban necesaria para la reforma general de la sociedad austriaca y que tenía como objetivo último la abolición de los señoríos feudales.
José II (1765-1790), que había sido llamado por su madre, María Teresa de Austria, a la corregencia del Imperio (1765), continuó ya como emperador en solitario (1780) la política materna e impulsó las reformas más allá de lo que lo hizo el resto de monarcas ilustrados. Sensible a los problemas del campesinado, suprimió la servidumbre personal (1781-1782) y rebajó los cánones feudales, que quedaron limitados al pago de una cuota fija; gracias a estas medidas, muchos campesinos accedieron a la propiedad de las tierras que cultivaban. Impuso un impuesto inmobiliario unitario, ordenó un exhaustivo catastro (1785) y puso fin a los monopolios aristocráticos sobre algunas actividades económicas, dinamizando así los sectores productivos.
En el terreno religioso estableció la libertad de culto (edicto de tolerancia, 1781) y decretó la supresión de las órdenes contemplativas, a las que desposeyó de sus bienes; al mismo tiempo instituyó seminarios para la formación de un clero fiel al emperador, lo que motivó el enfrentamiento directo con el papado. Por otro lado, hizo del alemán la lengua de la administración imperial iniciando un programa de germanización, que provocó el rechazo de las provincias no germanas.
Retrato anónimo del s. XVIII de José II, primogénito de Francisco I y de la emperatriz María Teresa. Fue corregente de los estados de los Habsburgo y emperador del Sacro Imperio romano germánico desde 1765 (Museo del Palacio de Versalles, Francia).
La oposición aristocrática a las reformas emprendidas por José II provocó que su hermano y sucesor, el gran duque Leopoldo de Toscana (Leopoldo II, 1790-1792), que en sus dominios italianos había potenciado reformas económicas y sociales, se viese obligado a dar marcha atrás en muchos de sus planteamientos y disposiciones, poniendo de manifiesto el fracaso del proyecto reformista austriaco. Leopoldo II restableció el poder de los estamentos privilegiados y dejó en suspenso las reformas anteriores. A su vez, para aplacar las resistencias de la nobleza húngara a la germanización y a la pérdida de privilegios, el monarca reconoció la enseñanza del húngaro y restableció el régimen señorial.
El fracaso del despotismo ilustrado en España
La política exterior de Felipe V (1700–1746), que se había embarcado en una serie de guerras europeas, tuvo consecuencias desastrosas para España, maltrecha tras décadas de conflictos. El objetivo del marqués de la Ensenada, principal consejero de Fernando VI (1746-1759), fue el saneamiento de la Hacienda en un intento por evitar la bancarrota de la monarquía. El marqués representó el primer y mejor ejemplo del reformismo ilustrado hispano: emprendió la modernización del estado, reformó el comercio y la Hacienda y protegió a ilustrados importantes como Benito Feijoo. Llevó a cabo una ambiciosa política centrada en la imposición de una contribución única basada en un impuesto territorial proporcional a la riqueza, para lo cual se realizó un importante catastro. Al mismo tiempo, inició la recuperación de las regalías (bienes y privilegios) otorgadas por los monarcas en épocas de debilidad política. Las críticas reformadoras de los ilustrados hispanos fueron dirigidas fundamentalmente contra las exenciones fiscales y la acumulación de tierras, los llamados bienes de manos muertas, por parte de la nobleza y la Iglesia, que paralizaban el mercado de tierras y frenaban la producción agrícola.
Las reticencias de los poderosos a ceder alguno de sus privilegios provocaron el fracaso y la destitución del marqués de la Ensenada. Los recursos fiscales pasaron a buscarse, durante el reinado de Carlos III (1759-1788), en las colonias de América. En 1778 se decretó la libertad de comercio, poniéndose fin así al monopolio que mantenía Cádiz sobre el comercio americano; en el período 1788-1796, la recaudación de las aduanas significó el 40 % del total de los ingresos ordinarios de la Hacienda real.
Carlos III de España por Francisco de Goya, 1787 (Museo del Prado, Madrid, España)
Carlos III, elogiado por su coetáneos como ejemplo de rey ilustrado, se rodeó de un importante grupo de consejeros, entre los que destacaron los condes de Campomanes y de Floridablanca, que continuaron la labor emprendida por el marqués de la Ensenada. En 1765, a instancias de Campomanes, fiscal del Consejo de Castilla, Carlos III suprimía los aranceles que gravaban el comercio interior de cereales, liberalizando así uno de los sectores agrícolas más importantes. A fin de conocer la verdadera situación del reino se emprendió la elaboración de un exhaustivo censo (censo de Floridablanca, 1787) que constituye el primer registro moderno de la historia de España y una fuente fundamental para conocer la realidad del país a fines del s. XVIII.
Los ministros de Carlos III aplicaron una serie de medidas para impulsar la producción manufacturera y agrícola, y proyectaron importantes obras públicas que mejorasen la comunicación entre las distintas provincias, como la construcción de canales que uniesen el interior de la Península con el litoral. Gracias a la labor del conde de Campomanes se promovió la creación de las sociedades de Amigos del País que, con carácter regional, reunían a personas interesadas en el desarrollo económico, y se realizaron planes de colonización como el emprendido en Sierra Morena, donde se entregaron tierras baldías a campesinos para su cultivo. Importantes ilustrados como Gaspar de Jovellanos o Pablo de Olavide participaron activamente en estos esfuerzos reformadores. Este último, superintendente de las nuevas poblaciones de Sierra Morena, defendió la necesidad de reformar la educación, alejándola del escolasticismo que aún imperaba en las escuelas y universidades españolas, y la agricultura, con la expansión de la pequeña propiedad campesina y la generalización de los arrendamientos rústicos a largo plazo.
Sin embargo, la política reformista resultó un fracaso a causa de las acometidas de los sectores más conservadores, encabezados por la Inquisición, y a la falta de una verdadera reforma social. En el terreno económico, las medidas agrarias no evitaron que las hambrunas asolaran Castilla en los años finales del reinado de Carlos III, y la tan solicitada reforma agraria no llegó a ponerse en marcha; la mayoría de las infraestructuras o se demostraron inviables o quedaron relegadas a un simple proyecto, y la liberalización del comercio con América supuso la huida de capitales hacia la especulación comercial, provocando la caída de la producción manufacturera.
Carlos III comiendo ante su Corte (ca. 1770-1775), por Luis Paret y Alcázar (Museo del Prado, Madrid, España). Durante su reinado, Carlos III emprendió importantes reformas destinadas al desarrollo económico, comercial y agrícola, como la fundación de las Sociedades Económicas de Amigos del País.
El comercio con América, al legalizar la reexportación de productos extranjeros desde los puertos españoles, se convirtió en una especie de contrabando legalizado que resultó fatal para la escasa industria española. Para la corona siempre primaron los intereses fiscales por encima de la defensa de la producción propia, y las medidas mercantilistas que adoptaron nunca fueron, a diferencia de lo sucedido en Francia o Inglaterra, un impulso para las manufacturas locales. El sucesor de Carlos III, su hijo Carlos IV (1788-1808), no pudo evitar la bancarrota de la Hacienda real, y la reacción frente a los sucesos revolucionarios de Francia se encargó de poner fin a las tibias reformas.
El fracaso del despotismo ilustrado en España fue extensible a toda Europa. Las reformas, dirigidas a fortalecer el autoritarismo real, contaron con la dura oposición de los sectores privilegiados, y la nueva clase burguesa, imbuida de las ideas de la Ilustración, vio frustrados sus deseos de reformas políticas. La revolución francesa (1789) puso en evidencia la debilidad de los planteamientos sociales y políticos de los déspotas ilustrados.
• La política ilustrada en la América española
Uno de los principales objetivos de Carlos III fue reafirmar el poder real sobre los dominios americanos y frenar la venta de cargos públicos con el fin de asegurar la correcta percepción de impuestos. Figura clave de la política americana de Carlos III fue José de Gálvez, visitador general de Nueva España (1765-1771), quien, en 1776, ya como secretario de las Indias, planificó el nuevo Virreinato del Río de la Plata, que reunía a las actuales repúblicas de Argentina, Uruguay, Paraguay y Bolivia. Se crearon nuevas instituciones de gobierno y se impuso el sistema de intendencias, que centralizaba todos los aspectos relacionados con la Hacienda real.
Al mismo tiempo, los territorios americanos actuarían como polos de atracción de la producción manufacturera peninsular y los ingresos fiscales generados se destinarían a financiar el desarrollo económico y el poder militar español. La liberalización del comercio con la península Ibérica representó un gran beneficio para la producción antillana, centrada en la exportación de tabaco y azúcar, y para los comerciantes criollos; sin embargo, supuso un desastre para las manufacturas americanas, sobre todo las textiles. El gran volumen de las exportaciones a América entró en conflicto con la escasa capacidad de consumo de la población criolla, de manera que se obligó a las comunidades indígenas a adquirir los excedentes (reparticiones forzosas) y se dificultó la venta de productos americanos, manufacturados o domésticos, que fueron gravados con nuevos impuestos.
América en el s. XVIII. Los principios de la Ilustración europea fueron, para los territorios coloniales americanos, uno de los gérmenes de las ideas revolucionarias que les llevaron a luchar por su independencia.
Estas medidas fueron la causa de levantamientos populares, precedentes del proceso emancipador del s. XIX. El más importante de ellos fue el dirigido por el cacique peruano José Gabriel Condorcanqui, que adoptó el nombre de su antepasado Túpac Amaru, el último soberano inca. En 1776, Túpac Amaru hizo llegar a las autoridades reales un requerimiento en el que exponía la explotación económica y laboral a la que era sometida la población indígena y mestiza. La negativa de las autoridades a modificar esta situación provocó que, en 1780, estallase una rebelión generalizada que se extendió por los territorios de Quito, Perú, Chile, Santa Fe y Buenos Aires. La ejecución de Túpac Amaru un año después no significó el fin de la revuelta, que se alargó hasta 1783 y obligó a las autoridades de Buenos Aires a decretar un indulto general.
Los conflictos territoriales
El conflicto dinástico en Austria (guerra de Sucesión, 1740-1748) fue el detonante de un nuevo enfrentamiento entre las coronas europeas. Francia, España y Prusia no reconocieron a María Teresa de Austria y cuestionaron la integridad territorial del Imperio de los Habsburgo. Federico II, que ocupó Silesia sin previa declaración de guerra, inició entonces una política exterior agresiva que sería una constante durante su reinado; entre 1740 y 1780, Prusia se había anexionado casi 200.000 km2, más de un tercio del total de su territorio. En 1745, María Teresa reconoció la posesión prusiana de Silesia a cambio de la corona imperial. Mediante la paz de Aquisgrán (1748) se ponía fin momentáneamente al conflicto: Italia quedó dividida entre las monarquías de Austria (Milanesado y Toscana) y España (Nápoles, Sicilia, Parma y Piacenza) y los estados independientes de Génova, Venecia, los Estados Pontificios y el Reino de Piamonte-Cerdeña. Gran Bretaña, que había encabezado una amplia coalición contra Francia, debió aceptar la presencia francesa en Canadá y las Antillas, poniendo en peligro sus intereses comerciales en América.
La resolución del conflicto no satisfizo a ninguna de las partes y seis años después se reiniciaban las hostilidades entre franceses y británicos en América, extendiéndose el conflicto por todos los mares. Sin embargo, se produjo un vuelco en las alianzas: Austria y Francia, enemigos tradicionales, se unieron contra Gran Bretaña. La adhesión a esta alianza de Rusia y Suecia precipitó la reacción militar prusiana, que temía la pérdida de Silesia, dando inicio a la guerra de los Siete Años (1756-1763).
Tras unos comienzos poco halagüeños, la suerte prusiana varió con la entrada británica en el conflicto: los coaligados franco-austríacos fueron derrotados en Rossbach y Leuthen (Polonia) en 1757; un año después, las tropas rusas caían en Zorndorf (Polonia) y, en 1759, Federico II arrebataba Minden a los franceses, poniendo de manifiesto la superioridad de sus ejércitos. Al mismo tiempo, los franceses se vieron obligados a evacuar Canadá tras las campañas del general británico James Wolfe, que ocupó Louisbourg (1758) y Quebec (1759), y en 1761 capitulaban las fuerzas francesas en la India. La monarquía española entró en el conflicto, en virtud del "pacto de familia" entre los Borbones de ambos lados de los Pirineos, cuando la victoria británica era ya inevitable; la participación española se saldó con la pérdida de La Habana y Manila (1761), ocupadas por la armada británica, que había impuesto su hegemonía en todos los mares.
Los tratados de París y Hubertusburg, firmados el 10 y el 15 de febrero de 1763 respectivamente, pusieron punto final a la guerra de los Siete Años. Fuegos artificiales ante el ayuntamiento de París por la proclamación de la paz en Francia en 1763, grabado de la época (Museo Carnavalet, París, Francia).
Los tratados de París y Hubertusburg (1763), que ponían fin al conflicto, estipularon la entrega francesa de Canadá y la Louisiana oriental a Gran Bretaña, que recibía también el territorios español de Florida a cambio de la restitución de La Habana y Manila; Francia cedía la Louisiana occidental a España en compensación por la pérdida de Florida. Por su parte, María Teresa de Austria reconocía de modo definitivo la posesión prusiana de Silesia y lograba el reconocimiento de su hijo José II como heredero a la corona imperial.
El mismo año del final de la guerra de los Siete Años moría el rey polaco Augusto III de Sajonia (1733-1763), iniciándose una serie de luchas dinásticas. La situación fue aprovechada por Federico II, Catalina II de Rusia y María Teresa de Austria, que intervinieron militarmente para apoyar a su candidato, Estanislao II Poniatowski (1764-1795). Los antiguos enemigos pretendían así controlar al débil Reino, que acabaron repartiéndose en tres ocasiones (1772, 1793 y 1795): Federico II, que deseaba unir Brandeburgo y Prusia oriental, se apoderó de los territorios occidentales del Reino de Polonia; Rusia hizo lo propio con la zona oriental, y Austria, que pretendía devolver a su dinastía el prestigio perdido, ocupó Galitzia y Lodomiria. La resistencia polaca, encabezada por el general Tadeusz Kosciuszko, un veterano de la guerra de la Independencia de Estados Unidos, fue derrotada y Polonia no iba a recuperar la autonomía política hasta 1918.

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