Friday, February 23, 2018

Los bárbaros


Civilización y barbarie
Con el apelativo de bárbaros (o bereberes para los pueblos del Magreb), que deriva de la repetición de la onomatopeya griega bar (en castellano bla) en alusión a quienes hablan de manera incomprensible, griegos y romanos demostraban su desprecio por todos aquellos pueblos que mantenían formas de vida diferentes a las que la civilización clásica mediterránea representaba. Desde este sentimiento etnocéntrico, la lengua, la religión, las estructuras sociales, la alimentación o la vestimenta sirvieron para marcar las fronteras culturales entre civilización y barbarie.
Dentro del amplísimo concepto de lo bárbaro que la civilización grecorromana había desarrollado, fueron multitud los pueblos que recibieron este apelativo; así, como bárbaros fueron considerados celtas, escitas, moros, pictos, escotos o germanos. Pero también lo fueron otros que, como los cultos persas, mantenían una civilización tan poderosa y compleja como la griega o la romana. Ahora bien, para Roma, los bárbaros por excelencia fueron los grupos germanos (francos, godos) e iranios (alanos, sármatas), asentados al norte y al este de los ríos Rin y Danubio, y las bandas de hunos, de origen mongol, que habrían de tener un papel determinante en la desaparición del Imperio romano, y en particular los primeros, quienes acabarían por constituir una nueva realidad política en los antiguos territorios del Imperio de Occidente.
Desde sus bases en Panonia, los hunos de Átila se lanzaron, en la primavera de 452, sobre las ciudades del norte de Italia. Su imparable ofensiva hacia Roma se vio frenada tras la sorprendente entrevista entre Átila y el papa León I en Mantua. Fresco de la Estancia de Heliodoro (1512-1514), que representa el encuentro entre el papa León I y Átila, obra de Rafael (Palacio del Vaticano, Ciudad del Vaticano).
La Pax romana y la superioridad militar del Imperio romano, había fijado sus fronteras en la línea formada por los ríos Rin y Danubio, al norte; en el océano Atlántico (el terrible finis terrae), al oeste; en el desierto del Sahara, en el sur africano, y, en Oriente, en los dominios partos de Mesopotamia y en el desierto arábigo. El dominio territorial de Roma llegó a su máxima expansión con la conquista de la Dacia por Trajano (101-106 d.C.). A partir de este momento, Roma se mantuvo a la defensiva ante las tendencias expansivas de los pueblos que la rodeaban (gentes externae), incapaces de atravesar la frontera fortificada (limes) tras la que Roma se había parapetado.
Los pueblos germanos
Los celtas aludían con el nombre de germanos a los grupos humanos que, provenientes de la península de Jutlandia, de Escandinavia meridional y de las costas del mar del Norte y del Báltico occidental, habían ocupado el territorio comprendido entre los ríos Vístula, al este, y Rin y Danubio, al oeste y al sur. Estos pueblos, que habían iniciado su expansión hacia la cuenca del Rin en el s. III a.C., ocupaban dos siglos después toda esta gran región, que los romanos denominaron Germania, expulsando hacia las Galias a las poblaciones celtas.
Los estudios arqueológicos apuntan a que estos pueblos, presentes en Escandinavia meridional desde el III milenio a.C., se habrían visto obligados a desplazarse hacia el sur a causa del empeoramiento de las condiciones climáticas en sus regiones de origen (ca. 500 a.C.). Durante esta época también habría comenzado a formarse su rasgo cultural más característico: la lengua germana, de origen indoeuropeo, de la que son herederas las actuales lenguas escandinavas, inglesa, alemana y neerlandesa, entre otras. En función de su ubicación geográfica se puede diferenciar entre germanos occidentales (francos, sajones, suevos), situados entre los ríos Rin y Elba, y germanos orientales (godos, burgundios, vándalos), ubicados entre los ríos Elba y Vístula.
• La sociedad germana
Los seminómadas germanos, que no formaban una unidad política, mantenían una estructura social basada en la tribu, que, a su vez, encuadraba a los diferentes linajes (sippe), y éstos a las familias restringidas, marco básico de las relaciones sociales. Los asuntos más importantes para la comunidad se discutían en la asamblea de los hombres libres (thing), en la que, si la coyuntura lo exigía, se nombraba a un jefe temporal que la dirigía. Pese a que estos pueblos carecían de dinastías reales, los adalingi formaban una nobleza de linaje que asumía un papel social predominante. Por otra parte, la sociedad germana no era igualitaria: había una clara diferenciación entre libres y no libres (libertos, esclavos); ahora bien, entre los primeros no existían grandes diferencias de estatus.
En torno al ejercicio de la guerra se desarrolló la institución del comitatus, mediante la cual un jefe agrupaba a una comitiva de guerreros que se comprometían, en un pacto de honor, a seguirle en el combate hasta la muerte a cambio de armas, sustento y una parte del botín. Esto motivaba una propensión hacia las actividades guerreras y el conflicto entre la fidelidad a la comunidad y la fidelidad al jefe y a los compañeros de comitiva.
En la producción artística de los pueblos bárbaros, destacaron sobre todo las artes aplicadas, especialmente la orfebrería. Detalle de un jarro del s. VIII procedente del tesoro de Sinnicolaul Mare en Nagyszentmiklos, Rumanía (Museo de Historia del Arte, Viena, Austria).
Su economía estaba fundamentada en la ganadería y en una rudimentaria agricultura cerealista (cebada, avena); asimismo, la recolección representaba una actividad de gran importancia. Tampoco eran desdeñables los beneficios que generaban las guerras; el botín capturado comenzó a ser un signo de diferenciación social en unos pueblos que mantenían la propiedad comunal de las tierras de cultivo y los pastos. Esta sociedad, eminentemente rural, presentaba un hábitat disperso, en granjas aisladas construidas con madera y barro o en pequeñas aldeas de no más de quinientos habitantes. Las actividades comerciales, muy escasas, estaban limitadas a las poblaciones próximas a las fronteras con el mundo mediterráneo.
Las formas religiosas
La religión germana, que conocemos gracias a los autores romanos (César, Tácito) y a la mitología nórdica medieval, era politeísta y se basaba en el culto a las diferentes manifestaciones de la naturaleza (sol, luna, fuego). Entre las divinidades del panteón germano-escandinavo destacaba el trío formado por los dioses Ases, dioses de la guerra, enfrentados a los dioses Vanes, que lo eran de la fertilidad y de la naturaleza pacífica. Nerthus, identificada por Tácito con la tierra madre, Freyr y Freya. A ellos estaban dedicados los días de la semana; así, el miércoles (en inglés, Wednesday ) era el día de Odín y el jueves (en inglés, Thursday ) el de Thor.
Para el culto, consagraban diferentes espacios naturales (bosques, pantanos, fuentes) en los que los sacerdotes realizaban los diversos rituales y augurios, y en los que depositaban las ofrendas (carros, objetos domésticos, armas, sacrificios cruentos, incluyendo los humanos). Entre estos cultos destacaba el de Nerthus, realizado antes de las cosechas y consistente en la inmersión en los pantanos sagrados de carros votivos, de los que se han conservado numerosos restos en turberas de Alemania, Países Bajos, Dinamarca y Bélgica.
• El limes renodanubiano
Durante el año 58 a.C., las legiones de Julio César rechazaron en la orilla derecha del Rin a un gran contingente germano, comandado por el suevo Ariovisto; hasta ese momento, los romanos sólo habían tenido que enfrentarse a pequeños grupos que no representaban una amenaza seria. Los intentos de Roma por imponer su dominio en Germania fracasaron; la falta de una intendencia bien organizada obligaba a las legiones a retornar a sus cuarteles de invierno renanos, abandonando los territorios antes ocupados.
En el año 9 d.C., los germanos occidentales, dirigidos por Arminio, aplastaban a tres legiones en el Bosque de Teutoburgo; Roma perdía los territorios situados al este del Rin y Tiberio se veía obligado a fijar sus límites en la línea formada por los ríos Rin y Danubio (16 d.C.). Estos pueblos, familiarizados con las tácticas de lucha romanas, habían creado poderosas confederaciones (los marcomanos en el área del Danubio y los queruscos en torno al río Weser) y se hallaban en proceso de expansión, debido al fuerte aumento demográfico. Durante cuatrocientos años, las tendencias expansivas de romanos y germanos quedaron empantanadas en esta frontera, sólo modificada por las campañas de Domiciano (73-83), que logró adelantarla hasta los Campos Decumates (Colonia, Ratisbona), y por la conquista de la Dacia (101-106), en el área del Danubio.
A comienzos del s. II, los gépidos, que se movilizaron desde Escandinavia meridional hacia el bajo Vístula en busca de nuevas tierras, provocaron la reubicación de los pueblos que habitaban Germania. Empujaron a los burgundios hacia el sudoeste, y los godos, desplazados hacia las llanuras ucranianas, presionaron hacia el sur a los vándalos de Silesia, que empujaron contra el limes del Danubio a poblaciones germanas (marcomanos y cuados) e iranias (sármatas). Roma pudo neutralizar el peligro a costa de durísimas campañas, como las que lanzó Marco Aurelio contra los marcomanos que amenazaban Panonia y Tracia (175-180).
El hundimiento de las fronteras en el s. III
Las luchas que enfrentaban a las diferentes facciones del ejército romano, a raíz del asesinato de Alejandro Severo (235), dejaron desguarnecidas las fronteras y el sistema defensivo romano se vino abajo al verse atacado en todos sus frentes.
En el año 251, Decio era derrotado en el Danubio por los godos occidentales (visigodos), que penetraron (267) hasta las ricas ciudades del Egeo; la Mauritania Cesariense era saqueada por los moros, mientras grupos de francos asaltaban las Galias, Hispania y la Mauritania Tingitana (259-260), y los alamanes lograban penetrar hasta Italia (270), después de expulsar a los romanos de Retia. En Oriente, los persas ocuparon Siria, Cilicia y Capadocia tras vencer, cerca de Edesa, a Vespasiano (260). Roma pareció sucumbir durante estos años: fueron abandonados los Campos Decumates (259) y la Dacia (272), y las Galias, Britania e Hispania rompieron sus vínculos políticos con Roma (259-274).
• La renovación del Imperio
En Roma, el emperador asumió el poder absoluto, garantizado por el apoyo de las legiones, y la administración del Imperio fue dividida por Diocleciano (284-305) en dos grandes demarcaciones, una occidental (Milán) y otra oriental (Nicomedia, actual İzmit), a fin de garantizar el control y la defensa del territorio. A la muerte de Teodosio (395), que había reunificado el Imperio, éste quedó definitivamente dividido.
La sociedad romana se militarizó y se organizó un potente ejército de frontera, formado por provinciales poco romanizados y bárbaros, muy efectivos en el nuevo ejército de maniobra (comitatenses), que se convirtió en un instrumento de promoción para muchos de ellos. Gracias a estas medidas, el Imperio pudo hacer frente a la presión exterior: los alamanes fueron derrotados en Argentoratum (actual Estrasburgo) en 357 y la amenaza de sármatas y cuados sobre Panonia y Tracia fue atajada por Valentiniano I (368-371). Ahora bien, la atomización del poder y los marcos cada vez más estrechos de las relaciones socioeconómicas hicieron que la disolución del Imperio fuera sólo una cuestión de tiempo.
• Los bárbaros en el Imperio
Los romanos debieron aceptar la presencia en sus fronteras de contingentes germanos, establecidos mediante alianzas (foedus) por las que se comprometían a defender el Imperio; en las despobladas áreas periféricas fueron instaladas poblaciones germanas vencidas, bajo el estatus de laeti (colonos adscritos a la tierra). Así, Probo (276-282) poblaba el sur del Danubio con un gran contingente de bastarnos y con otros menores de gépidos, vándalos y godos y, en 332, Constantino I instalaba como federados a grupos visigodos en la frontera danubiana.
Los germanos iniciaron entonces un proceso de transformación social que se puede calificar de romanización, una de cuyas características más evidentes fue su cristianización. En 341, Ulfilas fue consagrado obispo de los godos, entre los que difundió la doctrina arriana. El mismo Ulfilas tradujo la Biblia a la lengua germana (369), para lo cual creó una nueva escritura mezcla de elementos latinos y griegos.
La ruptura del equilibrio
El precario equilibrio en la frontera renodanubiana se rompió cuando los hunos, procedentes de las estepas asiáticas, presionaron a las poblaciones del Volga (375). Bandas de alanos del Don penetraron en los territorios ucranianos de los ostrogodos, que fueron también sometidos y obligados a cruzar el Dniéster, desplazándose hasta Panonia (380). Los visigodos de Valaquia y Moldavia se movilizaron hacia el Danubio y penetraron en Tracia (376); dos años después derrotaron al emperador Valente en Adrianópolis y sometieron a continuos saqueos los Balcanes. Dirigidos por Alarico, los visigodos marcharon hacia Italia y pusieron sitio a Milán (401), levantado gracias a la intervención del general romano, de origen vándalo, Estilicón. Por su parte, los hunos atravesaron los Cárpatos y avanzaron hacia el oeste sometiendo a los pueblos del centro y norte de Europa desde sus bases en las llanuras de la actual Bulgaria.
En el área occidental, grupos de godos, alanos, vándalos y suevos, liderados por el ostrogodo Radagaiso, cruzaron el Danubio y penetraron en Italia. Rechazados por Estilicón en Fiésole (405), se dirigieron hacia la confluencia helada de los ríos Mosela y Rin y penetraron en la Galia (406), saqueando los desprotegidos territorios interiores; en 409, estas bandas, presionadas por las tropas britanas de Constantino III, pasaron los Pirineos y se establecieron en Hispania. Los visigodos, ya sin la oposición de Estilicón, ejecutado por Honorio (408), se aventuraron hasta Italia y pusieron sitio a Roma, que fue saqueada (410) sin recibir ayuda de un Honorio recluido tras los muros de Ravena, la nueva capital de Occidente. Tras alcanzar el nordeste de Hispania (Barcelona, 415), pactaron un foedus con Honorio por el que se comprometían a pacificar la diócesis; tras derrotar a alanos y vándalos (416-418) se instalaron en el entorno de Toulouse.
• La nueva realidad del s. V
En una década, la situación del Imperio se modificó de manera irreversible. El limes renodanubiano había desaparecido y los bárbaros, instalados en su interior, habían formado un conglomerado poco definido de estados que, a la larga, fueron sustituidos por las grandes entidades políticas de la siguiente centuria.
En Hispania, los suevos se habían asentado en el noroeste peninsular (Gallaecia, Lusitania), imponiendo su dominio a la práctica totalidad de la diócesis durante el reinado de Requiario (445-456), hasta que fueron derrotados por los visigodos (Astorga, 456). Por su parte, los vándalos abandonaron la Bética y pasaron al África Menor (429), donde formaron una potente talasocracia con capital en Cartago (439); conquistaron Cerdeña, las Baleares y Sicilia, controlando así el circuito cerealista del Mediterráneo occidental e impidiendo su llegada a Roma, ciudad que saquearon en 455.
Britania, evacuada por Constantino III (408), sufría los ataques de los pictos del norte de la isla, de los celtas irlandeses y de los piratas sajones. A partir de la segunda mitad del s. V, anglos, jutos y sajones, procedentes de Jutlandia y de Frisia, ocuparon la mitad oriental de la isla, dando lugar a un conglomerado de pequeños e inestables reinos, entre los que destacaron los de Mercia, Kent y East Anglia. La población autóctona, parte de la cual emigró a la península armoricana (actual Bretaña francesa), quedó arrinconada en Cornualles y Gales.
Migraciones de los bárbaros en el s. V. Estas fueron provocadas en buena medida por la irrupción en Europa de las bandas de hunos provenientes de las estepas del centro de Asia.
En la Galia, la situación no era menos confusa. Al sur del Loira, los visigodos constituían la potencia hegemónica, extendiendo su dominio hasta Provenza, y los burgundios, establecidos en Saboya (443), controlaban los valles del Ródano y del Saona. Más al norte, el general Siagrio, con los restos del ejército de maniobra, pudo aún mantener un pequeño reducto romano en la región de Soissons, sobre el que ejerció un poder absoluto (464-486). A su vez, los francos iniciaban su avance desde el Rin (Worms) hacia el noroeste.
Al mismo tiempo, las bandas de hunos, unificadas bajo la jefatura de los hermanos Mundzuk y Rua (425-434), imponían fuertes tributos tanto a los estados germanos como al emperador de Oriente. En 451, liderados por Átila (hijo de Mundzuk), cruzaron el Rin y penetraron en la Galia, siendo rechazados en los Campos Cataláunicos, al nordeste de Troyes, por un ejército de galorromanos y germanos al mando de Aecio. Al año siguiente se dirigieron hacia Italia, asolando el Véneto y las ciudades de Vicenza, Milán y Pavía; pero, tras entrevistarse con el papa León I, Átila decidió retornar a sus bases. A su muerte (453), el imperio de los hunos se disolvió rápidamente: el nombre de su jefe quedó en el imaginario colectivo europeo como símbolo de barbarie y crueldad.
• El fin del Imperio romano
El fin del peligro huno no mejoró la situación política del Imperio de Occidente, donde, a diferencia de su homónimo oriental, la presencia de bárbaros en el ejército era abrumadora. Éstos se habían convertido en los árbitros de la política imperial, apoyando o combatiendo a alguna de las facciones que se disputaban el poder. La autoridad civil había desaparecido y la del emperador a duras penas traspasaba los muros de Ravena y llegaba hasta Italia, el sudeste de la Galia y el nordeste de Hispania.
Tras la muerte de Valentiniano III (455), los generalísimos bárbaros asumieron el poder en Occidente. El emperador se convirtió en un juguete en las intrigas palaciegas: entre 455 y 476 se sucedieron nueve emperadores. En 474, el emperador de Oriente, León I, impuso a Julio Nepote como empreador de Occidente en Ravena con ayuda de tropas bárbaras al mando de los generales Odoacro y Orestes. El impago de las soldadas provocó el levantamiento de estas tropas y Orestes proclamó emperador a su hijo, Rómulo II (475), que no fue reconocido desde Constantinopla. Odoacro protagonizó un nuevo levantamiento, depuso a Rómulo II y se proclamó rey sin nombrar a un nuevo emperador (476). Las insignias imperiales fueron enviadas a Constantinopla, lo que marcó el fin del principado fundado por Augusto el año 23 a.C.).
La Europa de los bárbaros
Durante el s. VI, la situación política en el Occidente europeo y el norte de África iba a conocer un cambio profundo. Fruto de la expansión de los francos hacia el sur y el este de la Galia y de la ofensiva mediterránea de Justiniano I, emperador de Oriente (Bizancio), el mapa político de Europa se reordenó por completo, dando lugar a una serie de entidades políticas nuevas que anticipaban ya la construcción de la Europa medieval.
Mausoleo de Teodorico, 520 (Ravena, Italia). En su mausoleo, el rey ostrogodo Teodorico pretendió fundir las formas clásicas romanas con las propias del mundo germano, presentes en la esquemática decoración exterior. El edificio está formado por dos pisos independientes: uno inferior, de planta poligonal, que conforma la cripta y otro superior, de planta circular, destinado a la capilla.
A caballo entre uno y otro período habría que situar el Reino ostrogodo de Italia, fundado por Teodorico (493-526), que pasó a Italia el año 489 y acabó con el gobierno de Odoacro, instaurando una monarquía sometida a la autoridad del emperador de Oriente. Teodorico, como puso de manifiesto con su coronación en Roma (500), mantuvo la tradición tardorromana en la administración y en el mundo de la cultura, donde sobresalió la figura de Boecio, considerado el último de los autores clásicos. Al mismo tiempo intentó una política pangermana que pretendía la federación de estos pueblos, tutelados por él y sometidos a la autoridad de Constantinopla.
• La expansión de los francos
El pueblo de los francos, que a mediados del s. V se hallaba dividido en dos grandes ramas, los salios y los ripuarios, fue unificado por Clodoveo I (481-511), tercero de la dinastía salia de los merovingios, que lo lanzó a la conquista de la Galia. El primer objetivo de Clodoveo I fue el Reino de Siagrio, ocupado en 486; en pocos años, los francos habían extendido sus territorios hasta el Loira, y sometían a los alamanes del entorno del lago de Constanza (batalla de Tolbiac, 496) e imponían su autoridad sobre las poblaciones germanas renanas. Al sur del Loira, el expansionismo franco chocaba con el Reino visigodo de Toulouse, que había alcanzado su apogeo durante el reinado de Eurico (466-484); el conflicto entre ambas potencias finalizó con la aplastante victoria de los francos en Vouillé (507). El dominio franco se concretó con la conquista por los hijos de Clodoveo del Reino de los burgundios, derrotados en Autun (534).
El rey franco Clodoveo I se habría convertido al catolicismo tras su victoria sobre los alamanes en la batalla de Tolbiac (496), influido por su mujer, la burgundia Clotilde, y por el arzobispo de Reims, san Remigio. Bautismo de Clodoveo I, miniatura de La crónica de los reyes de Francia, s. XIV (Biblioteca Municipal de Castres, Francia).
Buena parte del éxito franco habría que buscarlo en la conversión de Clodoveo al catolicismo, que posibilitó la colaboración de la población galorromana. Fue el reino germano más duradero y poderoso, y habría de resultar decisivo en la formación de la Europa católica medieval, ya con la dinastía carolingia.
• El Reino visigodo de Toledo
Tras el desastre de Vouillé, los visigodos pudieron conservar la Septimania narbonense y emigrar al interior de Hispania, bajo la protección del rey ostrogodo Teodorico, regente durante la minoría de edad de su nieto Amalarico (511-526). En los años siguientes fueron rechazados nuevos ataques francos contra Pamplona (531) y Zaragoza (549), y se consolidaron sus posiciones en Hispania. Sin embargo, la situación política era inestable. El noble Atanagildo depuso a Agila y se proclamó rey (554-567) gracias a la ayuda de Bizancio, que, a cambio, recibió la franja costera comprendida entre las desembocaduras del Guadalquivir y del Júcar. En la Bética, la aristocracia hispanorromana rechazaba la autoridad visigoda, y en el norte, suevos, cántabros y vascones lanzaban continuos ataques sobre el valle del Duero y el alto Ebro.
El rey Leovigildo (568-586) logró imponer su autoridad a la aristocracia sureña, y sometió a las poblaciones cántabras y vasconas tras un férreo sistema defensivo (Amaya, Victoriaco, Pamplona). El dominio visigodo de Hispania se puso de manifiesto con el traslado de la corte de Narbona a Toledo (576); pero su posición era precaria. En 579, su hijo Hermenegildo, convertido al catolicismo, se rebeló y se proclamó rey apoyado por una parte de la nobleza visigoda, por la aristocracia hispanorromana y por Bizancio. Tras duras campañas, Leovigildo ocupó Mérida y Sevilla (583), donde derrotó a las tropas suevas al servicio de su hijo, ejecutado en Tarragona en 585. Ese mismo año, Leovigildo sometió al Reino suevo y anexionó su territorio a la monarquía toledana. En 629, el rey Suintila expulsó a los bizantinos y logró la unidad política de Hispania.
Si en un primer momento los visigodos, como el resto de pueblos germanos, se habían comportado como un simple ejército de ocupación, e impusieron la segregación entre las poblaciones germana y provincial (arrianismo frente a catolicismo, prohibición de los matrimonios mixtos, códigos legales diferentes –Código de Eurico para los hispanogodos y Breviario de Alarico para los hispanorromanos–), el contacto con la civilización mediterránea y su escaso peso demográfico (apenas 200.000 individuos frente a 5 millones de hispanorromanos) modificaron sustancialmente esta realidad. Los códigos legales, ya romanizados, se unificaron con carácter territorial (Codex Revisus de Leovigildo) y Recaredo adoptó el catolicismo como doctrina religiosa oficial (III Concilio de Toledo, 589).
Los intentos de los reyes visigodos por fortalecer su poder chocaron con los intereses de una nobleza en continuo estado de rebelión, al tiempo que amplias zonas del reino permanecían en una situación de práctica independencia. Así, en 673 Wamba hubo de someter al conde Paulo, que se había proclamado rey en Narbona y pretendía la secesión de Septimania y la Tarraconense. Esta falta de cohesión política supuso el fin del Reino toledano. El enfrentamiento entre el partido de los hijos del rey Vitiza y el de su sucesor, Rodrigo (710-711), impidió una resistencia eficaz frente a los árabes que cruzaron el estrecho de Gibraltar y, tras derrotar y dar muerte a Rodrigo a orillas del Guadalete (711), pusieron fin al Reino visigodo de Toledo.
• La Italia lombarda
La política de restauración territorial del emperador bizantino Justiniano I (527-565), que en 533 ocupó el Reino vándalo (batalla de Tricamerón), había llevado a la desaparición del estado ostrogodo tras un largo y sangriento conflicto (535-553). Sin embargo, su dominio sobre Italia fue efímero; en 568, los lombardos (o longobardos), federados de Bizancio en Panonia, fueron presionados por los ávaros, de origen turcomongol, y penetraron en Italia. La escasa resistencia bizantina hizo que en pocos años controlaran la península, salvo los enclaves de la Liguria, el Véneto, el exarcado de Ravena, Calabria y la Apulia.
El territorio italiano fue dividido en 35 ducados (Pavía, Milán, Turín) independientes entre sí. Esta atomización provocó el enfrentamiento entre los diferentes duques y favoreció la intervención de francos y bizantinos. En 584 se retornó a la fórmula monárquica, abolida en 574, aunque en el centro y el sur de la península los ducados de Espoleto y Benevento se mantuvieron independientes. Los lombardos, que durante décadas habían actuado como un ejército de ocupación, fueron influidos por la cultura italorromana y constituyeron un verdadero estado, consolidado durante el reinado de Liutprando (712-744). Sin embargo, ante el poderío lombardo, que en 751 expulsó a los bizantinos de Ravena (Astolfo), el papa Esteban II solicitó la ayuda de los francos de Pipino el Breve, que intervino militarmente y garantizó al papado su dominio sobre el Ducado de Roma, la Pentápolis, el Exarcado de Ravena y la Marca de Ancona, origen de los Estados Pontificios. El final del Reino lombardo vendría con la deposición de Desiderio por Carlomagno, que se coronó rey de los francos y de los lombardos (Pavía, 774) e incorporó estos territorios a sus dominios.

No comments:

Post a Comment