Sunday, February 25, 2018

El absolutismo


El absolutismo: una evolución histórica
El término absolutismo hace referencia al poder ejercido de forma autoritaria y sin límites. Desde un punto de vista histórico, el absolutismo es el sistema de gobierno que se desarrolló en Europa a partir del s. XVI y que perduró hasta el s. XIX en muchos países. En este sistema, las facultades del monarca no estaban limitadas por más leyes que las que él mismo imponía y su poder era considerado de origen divino. La conocida sentencia del rey Luis XIV de Francia "el estado soy yo" resume en pocas palabras su esencia.
En parte, el absolutismo se forjó como oposición al sistema político del feudalismo. En la época medieval, la nobleza disponía de un gran poder y tenía pleno control sobre sus posesiones. En cambio, el poder del rey, considerado el primer señor feudal (primus inter pares), era limitado y, en determinados casos, meramente nominal. A pesar del reconocimiento formal del rey como primer noble, hasta el s. XV el poder político estuvo muy fraccionado, lo que dio lugar a frecuentes pugnas entre la nobleza, la jerarquía eclesiástica y el monarca.
El desarrollo económico y comercial de la baja edad media sentó las bases que permitieron el incremento del poder del rey, en detrimento del poder de la nobleza tradicional. Nacían así los estados modernos.
Luis XIV de Francia
Desde finales del s. XV y a lo largo del s. XVI, este proceso conoció un impulso irreversible. La explotación de las riquezas del continente americano y la conquista de nuevos territorios en otras partes del mundo permitieron lo que algunos historiadores han considerado el principio de una economía de alcance mundial. Aumentó la riqueza disponible y se incrementaron los intercambios comerciales. Esta prosperidad también trajo rivalidades y conflictos entre estados y monarquías, así como la necesidad de una administración más compleja y de ejércitos preparados para enfrentarse a potencias rivales. En este contexto, durante el s. XVI se tendió a la unificación y centralización del poder, y nació una cierta idea de cohesión nacional. El monarca aparecía como representante o encarnación del estado, enfrentado a sus adversarios exteriores, pero también a los privilegios locales que, dentro de su reino, obstaculizaban el desarrollo del estado moderno.
Este fortalecimiento del poder monárquico se vio favorecido también por la evolución de las teorías sobre la concepción y la legitimidad del poder político. Desde finales del s. XV, los tratadistas consideraron de manera casi unánime que la autoridad de los reyes tenía un origen divino, por lo que éstos sólo eran responsables de sus actos ante Dios.
Las monarquías autoritarias del s. XVI
En general, la historiografía establece que durante el s. XVI –en algunos casos, desde finales del s. XV– las monarquías europeas iniciaron un proceso de centralización del poder y de reforzamiento de la figura del rey que culminó en el s. XVII con el establecimiento de la monarquía absoluta.
En España, este proceso se inició con el reinado de los Reyes Católicos. En Castilla, la reina Isabel tendió a limitar el poder de la nobleza, aunque gobernó en favor de sus intereses económicos y sociales. A comienzos del s. XVI, durante el reinado de Carlos I, se entronizó en España la dinastía de los Habsburgo, la casa de Austria. Carlos I reinó sobre un vasto territorio que se extendía por tierras de Europa y América, y poseía además el título de emperador del Sacro Imperio, representación de la vieja idea de la monarquía universal. Pero fue durante el reinado de Felipe II (1556-1598) cuando se manifestó de manera más clara la tendencia a la constitución de un estado monárquico absolutista. Trasladó la corte a Madrid –que pasó a ser la capital del Reino desde 1561– y en sus cercanías mandó construir el monasterio de El Escorial, centro simbólico de su poder. Su reinado se caracterizó por su estilo autocrático y autoritario, y se apoyó en una burocracia creciente de funcionarios a su servicio. Los consejos reales fueron la base del Gobierno central; los principales eran los de Estado, Hacienda y Guerra, así como los consejos territoriales para los asuntos de los distintos reinos.
El auge económico motivado por la apertura de nuevas rutas comerciales, junto con el florecimiento de nuevas formas de producción, propiciaron el surgimiento de unos grupos de poder económico de gran peso social. Pintura anónima del s. XVIII que muestra al representante del emperador José II de Austria acudiendo al banquero de Nancy, J.F. Villiez, para solicitar un préstamo (Museo Histórico, Nancy, Francia).
Este proceso fue más difícil y complejo en Francia. Los reyes de la dinastía Valois trataron de imponer su autoridad, pero el país estaba enormemente dividido a causa de las cruentas guerras de Religión (1562-1598) entabladas entre católicos y protestantes, principalmente los hugonotes o calvinistas.
En Inglaterra accedió al trono la dinastía Tudor y a lo largo del s. XVI destacaron los reinados de Enrique VIII (1509-1547) e Isabel I (1558-1603). El primero rompió con la Iglesia católica romana y creó la Iglesia anglicana, de la que se erigió en autoridad principal. Ambos reyes consolidaron la institución monárquica frente a la nobleza y ejercieron su poder con firmeza y autoritarismo.
• Los límites de las monarquías autoritarias
Como se ha explicado más arriba, con las monarquías autoritarias del s. XVI se inició un proceso de centralización y afirmación del poder real por encima de otros estamentos e instituciones. No obstante, la monarquía tuvo que aceptar las normas e instituciones tradicionales, debido a que las resistencias a la centralización todavía eran importantes. Los primeros reyes españoles de la casa de Austria, Carlos I y Felipe II, respetaron las tradiciones y los fueros de sus diversos reinos, que, por su arraigo, no podían descuidar. Los monarcas tuvieron que reconocer gran parte de los privilegios de los diferentes estamentos, en especial de la nobleza, y tampoco pudieron ignorar a las cortes, los parlamentos o los estados generales, instituciones que eran necesarias para aprobar determinadas leyes y proposiciones, por lo que los reyes debían aceptar sus prerrogativas y derechos, sobre todo cuando pretendían recabar más impuestos o préstamos para sufragar los cuantiosos gastos del estado. Por tanto, las monarquías absolutas del s. XVI y principios del XVII no pudieron superar los límites ni romper los pactos que imponía la tradición o la realidad de sus territorios, pero iniciaron un proceso decisivo hacia la centralización del poder.
Antecedentes del absolutismo monárquico
Uno de los factores que favorecieron el centralismo y el reforzamiento del poder monárquico fue la complejidad de la sociedad y de la economía de los estados durante los ss. XVI y XVII. El aumento de las relaciones comerciales y la necesidad de controlar los territorios conquistados requerían la creación de una maquinaria burocrática capaz de administrar los asuntos del estado, que ya no se podían dejar exclusivamente en manos de los nobles, más interesados en velar por sus intereses particulares. Para ello se recurrió principalmente a las capas inferiores de la nobleza, pero también a burgueses y a profesionales. Personas pertenecientes a estos sectores desempeñaron, entre otros, los cargos de consejeros de Estado, secretarios, intendentes o recaudadores de impuestos. En definitiva, se trataba de crear una compleja maquinaria burocrática controlada por el rey y sus colaboradores más allegados.
El aumento de las relaciones comerciales, junto con la doctrina del mercantilismo imperante en toda Europa entre los ss. XV y XVIII, llevó a muchas ciudades a convertirse en auténticos centros de desarrollo económico. Detalle de la bahía de Cádiz según un grabado de Civitates orbis terrarum, de G. Braun y J. Hoefnagle (Archivo Histórico de la Ciudad, Barcelona, España).
Otro factor esencial fue la guerra. Durante la primera mitad del s. XVI estallaron importantes conflictos entre España y Francia por la disputa de la hegemonía en Europa en los que se vieron involucrados otros estados. La paz llegó en 1559 con los tratados de Cateau-Cambrésis, fallecidos ya los monarcas Carlos I de España y Francisco I de Francia. A estos conflictos hay que sumar las guerras de Religión que asolaron Europa durante la segunda mitad del s. XVI y el conflicto de la monarquía española en los Países Bajos.
Para sufragar los gastos de las guerras y la creación de una administración eficaz, la monarquía necesitaba medios económicos que no podía obtener sólo a través de la nobleza y de los mecanismos tradicionales, por lo que recurrió a burgueses y comerciantes, de los que obtuvo recursos a través de impuestos, créditos y mediante la venta de cargos y propiedades que permitían a éstos aumentar su influencia en la vida social y política y colaborar en la administración del estado.
Estos y otros factores reforzaron poco a poco el poder del monarca en detrimento de la nobleza, que perdió parte de su influencia política en la configuración del estado moderno. El proceso, no obstante, fue largo y tuvo que enfrentarse a múltiples conflictos, guerras y resistencias.
La plenitud del absolutismo: la monarquía francesa
La plenitud del absolutismo, alcanzada en el s. XVII y parte del XVIII, estuvo muy ligada a dos cambios que se produjeron en la realidad política de la época. Por un lado, la España de los Habsburgo, después de la guerra de los Treinta Años y la firma de la paz de Westfalia en 1648, perdió la hegemonía que había mantenido hasta entonces. Por otro, la Francia de los Borbones, en el poder desde 1598, se consolidó como primera potencia europea.
La política del cardenal Mazarino de supeditar cualquier poder al monarca provocó las revueltas de la Fronda. El lienzo Las barricadas durante la Fronda de agosto de 1648, de F. -X. Dupré (Museo de Bellas Artes y Arqueología de Troyes, Francia), muestra al presidente del Parlamento de París, Mathieu Molé, enfrentándose a los insurrectos.
Con la monarquía borbónica se impuso en Francia el modelo de absolutismo que después se establecería en gran parte de Europa bajo diversas modalidades. Este proceso se inició durante el reinado de Luis XIII (1610-1643) y de su ministro de Estado, el cardenal Richelieu, quien se planteó como objetivos garantizar la obediencia de la nación a la monarquía, centralizar los resortes del Gobierno y supeditar el poder de la nobleza a la voluntad del monarca, pero también intensificar el prestigio y la influencia de Francia en el exterior por medio de la diplomacia –en la que se mostró muy hábil– y de la guerra, con la finalidad de limitar el poder de los Habsburgo, los principales rivales de Francia en la lucha por la hegemonía europea.
Durante la regencia de Ana de Austria y de su primer ministro, el cardenal Mazarino –sucesor de Richelieu tras su muerte en 1642 y continuador de su política–, se produjeron importantes revueltas conocidas con el nombre de Fronda. Con estos disturbios insurreccionales, acontecidos entre 1648 y 1653, gran parte de la nobleza de París y de algunas provincias manifestaron su oposición a las políticas centralizadoras y absolutistas del Gobierno. La revuelta fue sofocada por las fuerzas reales entre 1652 y 1653, poco después de que Luis XIV fuera declarado mayor de edad.
La política exterior que desarrolló Mazarino resultó fructífera. La paz de Westfalia debilitó el poder de España y del Sacro Imperio, a la vez que reforzaba la posición internacional de Francia. El cardenal negoció también el tratado de los Pirineos (1659), que puso fin a la guerra con España y favoreció claramente a Francia.
• El gobierno personal de Luis XIV
El cardenal Mazarino murió en 1661, pero Luis XIV, que entonces contaba 22 años, decidió no sustituirlo. Este hecho constituyó el principio del sistema de gobierno personal del joven rey. El monarca, de acuerdo con las teorías sobre el origen divino de la monarquía, no aceptaba más restricciones a su poder que la ley divina, el derecho natural y algunas leyes fundamentales del Reino, por lo que nunca estuvo dispuesto a aceptar los límites que imponían las instituciones del Gobierno.
Prescindió de la nobleza a la hora de adoptar determinadas decisiones y ejerció el poder de manera directa. Bajo su reinado nunca fueron convocados los estados generales, representación de los principales estamentos de Francia. Desconfiaba de la alta nobleza, por lo que reservó los puestos de influencia a altos funcionarios o a burgueses ennoblecidos. Como consecuencia, algunos de los cargos tradicionales vinculados a la alta nobleza perdieron relevancia política efectiva en favor de otros más vinculados a la gestión y a la administración de los asuntos de estado.
• Sistema e instituciones gubernamentales
Para ejercer su gobierno personal, Luis XIV se sirvió de un entramado muy complejo de organismos y colaboradores fieles y eficaces, a cuyo frente se puso él mismo. Para ello contó, en primer lugar, con los secretarios de Estado, designados por el monarca y máximos responsables del Gobierno; creó, además, las secretarías de Estado, de Exteriores, de la Casa Real, de Guerra y de Marina, en las cuales puso a hombres de su confianza, como Hugues de Lionne, Michel Le Tellier o Jean-Baptiste Colbert. Asimismo creó el cargo de inspector general de Finanzas, para el que designó a Colbert, al que nombró más tarde secretario de Estado, de la Casa Real y de la Marina.
Luis XIV, el Rey Sol, recibe en el palacio de Fontainebleau, el 27 de septiembre de 1714, a Federico Augusto I, elector de Sajonia y rey de Polonia. Pintura de Louis de Silvestre de 1715 (Museo del Castillo de Versalles, París, Francia).
También tuvieron su importancia los consejos del rey, entre los que destacaba el Consejo Superior, que examinaba los asuntos más trascendentes de la política exterior e interior de la monarquía y actuaba como consejo privado del monarca. Lo presidía el rey y el número de sus miembros era muy reducido. Por otro lado, estaban el Consejo de Estado, de carácter administrativo y judicial, y el Consejo de Despachos, que se ocupaba de las relaciones con las administraciones provinciales. Uno de los cargos oficiales más decisivos para el fortalecimiento del poder de la monarquía fue el de intendente, que si bien existía ya desde el s. XVI, adquirió protagonismo durante el reinado de Luis XIV. Los intendentes eran representantes directos del monarca y garantizaban la "presencia del rey en cada provincia". Tenían competencias en materia de justicia, orden público, abastecimientos, distribución y recaudación de impuestos; disponían de personal a su servicio y estaban por encima de los poderes locales, lo que generaba situaciones conflictivas.
• La vida cortesana y palaciega
Al igual que los demás monarcas absolutos, Luis XIV –al que llamaban Rey Sol– utilizó la corte como símbolo de la grandeza y magnificencia de su poder. La vida en la corte engrandecía la imagen del rey, pero también era una manera de compensar y controlar a una parte importante de la alta nobleza que se había visto desplazada de los principales centros de decisión política. A partir de 1682, la corte abandonó París y se trasladó a Versalles, donde el rey mandó construir un palacio de enormes proporciones, expresión suprema de su monarquía absoluta, rodeado de parques y jardines y con dependencias para la corte, los ministros y la administración.
El absolutismo en Europa
Desde su aparición en el s. XVI, el absolutismo monárquico fue el sistema político de gran parte de Europa. En Inglaterra, después del reinado de los Tudor, Jacobo I (1603-1625) y Carlos I (1625-1649), los primeros reyes de la dinastía Estuardo y defensores de la tesis del derecho divino de los monarcas, establecieron el absolutismo en su país, lo que desencadenó una guerra civil entre la Corona y el Parlamento que terminó con la ejecución de Carlos I (1649) y la abolición temporal de la monarquía. En 1660, restaurada la monarquía, los Estuardo volvieron al estilo de gobierno absolutista y provocaron de nuevo la sublevación del Parlamento, que en 1689 ofreció la corona a Guillermo de Orange.
Europa en 1715. A la muerte de Luis XIV, el absolutismo era el sistema de gobierno imperante en la mayor parte de Europa.
Durante el reinado de Felipe IV (1621-1665), en España también se reforzaron las tendencias absolutistas; pero fue con Felipe V, nieto de Luis XIV de Francia y miembro de la dinastía borbónica, cuando se implantó el modelo francés. El absolutismo fue el sistema político prácticamente dominante en Europa hasta la revolución francesa en 1789.
A mediados del s. XVIII empezó a hacerse evidente la incapacidad del sistema absolutista para adaptarse a los importantes cambios económicos y sociales producidos en Europa y para responder a las nuevas necesidades y exigencias de la sociedad. Esto provocó un clima de descontento que contribuyó a la difusión de las ideas de la Ilustración, que algunos monarcas asumieron en parte con el propósito de hacerlas compatibles con el absolutismo, dando origen a lo que se conoce como despotismo ilustrado y que terminó fracasando. La manifiesta inviabilidad del absolutismo en las nuevas sociedades nacidas con la industrialización y la expansión del capitalismo no impidió que se mantuvieran algunas monarquías absolutistas o que durante gran parte del s. XIX reaparecieran en diversos estados, reforzadas tras la derrota de Napoleón Bonaparte entre 1814 y 1815.
La sociedad en el absolutismo
El absolutismo se desarrolló en Europa entre la disolución del feudalismo y el desarrollo industrial, es decir, en un contexto caracterizado por sociedades agrarias en las que la mayoría de la población vivía de la agricultura y la ganadería, aunque las actividades artesanales y manufactureras, y también el comercio –estimulado por la expansión europea en el mundo–, cada vez eran más importantes. Con las nuevas actividades económicas surgió una floreciente clase de banqueros, grandes comerciantes y propietarios de manufacturas que adquirió una gran influencia social, aunque la sociedad siguió teniendo una estructura cimentada en los tres estamentos medievales: los oratores (el clero), los bellatores (la nobleza) y los laboratores (los campesinos). Esta división estamental significaba desigualdad civil ante la ley, pues los derechos y las obligaciones de las personas no eran los mismos según se perteneciera a uno u otro escalafón. No obstante, la sociedad se había vuelto mucho más compleja y las diferencias internas dentro de cada estamento se habían acrecentado, así como las relaciones entre los distintos estamentos. En definitiva, esta estructura ya no reflejaba la realidad social.
Durante el reinado de Luis XIV la corte se trasladó a Versalles, cuyo palacio se convirtió en símbolo indiscutible del absolutismo. La fastuosidad de su arquitectura y sus jardines lo convirtieron en una de las obras maestras del Grand Siècle francés. Iluminación de la fuente de Neptuno en Versalles, por Eugène Lami (Museo del Castillo de Versalles, Francia).
La nobleza perdió gran parte de su poder, pero aceptó el sistema absolutista porque le permitía seguir siendo la clase más favorecida y protegida. Por el contrario, las clases pobres fueron las menos favorecidas; sometidas a todo tipo de impuestos y a durísimas condiciones de vida y de trabajo, sus quejas y reclamaciones no eran atendidas, lo que dio lugar durante el s. XVII a frecuentes rebeliones que sucumbieron frente a la represión de los ejércitos.
El mercantilismo: doctrina y práctica económica del absolutismo
El mercantilismo fue la doctrina económica dominante en Europa entre los ss. XV y XVIII. Esta doctrina, basada en la idea de que la riqueza de un país se medía por sus reservas de oro y plata, fomentó la actividad comercial y el desarrollo de la producción de manufacturas, con el fin de atesorar la máxima cantidad de estos metales, procedentes de ultramar. Para ello, el estado adoptó una política económica proteccionista que incentivaba las exportaciones y limitaba las importaciones, y que perseguía obtener el superávit monetario necesario para cubrir los crecientes gastos del estado. Colbert afirmaba que:
las compañías de comercio son los ejércitos del rey; las manufacturas, sus reservas, y el comercio, una guerra de dinero
De esta manera, el estado favoreció el nacimiento de grandes compañías comerciales que, a la larga, debilitarían los fundamentos del sistema absolutista.
Las justificaciones teóricas del absolutismo
Las teorías que justificaban el poder absoluto se basaban en la idea, popularizada durante la edad media, del origen divino del poder de los monarcas. Estas tesis se desarrollaron durante el s. XVI, aunque no siempre desde una óptica teológica.
A principios del s. XVI, Nicolás Maquiavelo, en su obra El príncipe, justificaba en Italia la necesidad de reforzar el poder del gobernante para lograr un estado moderno y eficaz. En el mismo siglo, Jean Bodin, en su obra Seis libros de la república, justificaba su preferencia por la monarquía absoluta y defendía la necesidad de legislar sin consultar previamente a los súbditos; abogaba, no obstante, por el respeto a la propiedad, a la ley natural y a las instituciones naturales. En su obra Leviatán, Thomas Hobbes (1588-1679) expuso una de las más elaboradas justificaciones del absolutismo. Partiendo de la idea de que "el hombre es un lobo para el hombre", argumentó que el estado natural del ser humano es la guerra y la anarquía, una "guerra de todos contra todos", por lo que el hombre debe ceder su libertad, o buena parte de ella, y confiarla al estado, única institución capaz de protegerlo y garantizar la paz y el orden social. Por su parte, el prelado Jacques Bénigne Bossuet, en su extensa obra Política deducida de las propias palabras de las Sagradas Escrituras, defendía que los principios de la política, el origen divino de las monarquías y su carácter sagrado y absoluto eran ideas contenidas en las Sagradas Escrituras. Para Bossuet, la autoridad del rey era sagrada, paternal, absoluta y sometida a la razón. A pesar de todo, casi todas las teorías que justificaban el absolutismo establecían determinados límites relacionados con la ley divina, el derecho natural y las costumbres o leyes fundamentales del Reino, que marcaban la diferencia entre poder absoluto y tiranía.

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